La forma en que Ortiz mira a su
alrededor, desde su pedestal de celebridad, me resulta un tanto ridícula y me
hace reflexionar en general sobre el fenómeno de la fama. Quiero decir: ahí
está el tipo repartiendo condescendencia desde su condición de rey del mundo, y
yo ni siquiera sabía quién era hace tres días, como no lo sabrán el 99% de las
personas que me están leyendo. Sin embargo, es obvio que aquí es un dios.
Conseguir ahora mismo una entrevista individual con él es tan inconcebible como
podría serlo a Nadal, Mourinho o Alonso.
Me acuerdo de una de mis anécdotas favoritas, una vez que fuimos a un
garito en Santander unos cuantos periodistas deportivos después de un
Racing-Real Madrid y no nos dejaron entrar. Un presentador de Telemadrid se fue
al gorila de la puerta y le preguntó lo de “¿es que no sabes quién soy yo?” Mal
cálculo: efectivamente, no tenía ni idea.
Siempre he pensado en lo insatisfactorio que resulta la fama como logro, en
su caducidad y el trabajo constante que exige su mantenimiento, pero también
está la limitación geográfica e idiomática. Te lo curras para ser el puñetero
amo aquí y un avión después te ponen el whisky de garrafón como al resto de los
cristianos, porque eres de nuevo un don nadie. Así, desde mi perspectiva, ver a
Ortiz medir sus palabras como si fueran ex catedra, da por momentos incluso un
poco de risa.
Dos días después, Ortiz dominará casi
completamente el combate, de manera inesperada dados los antecedentes
inmediatos. El público se va poniendo de su lado. En las siete peleas previas
de esa velada resueltas a los puntos fui capaz siempre de adivinar el vencedor,
pese a mi total desconocimiento hasta esta semana de las artes marciales
mixtas. Pero llega la sorpresa: se da a Griffin como ganador a los puntos. El
francés demente que se sienta a mi lado en la grada se hace cruces, dice que es
un robo, una venganza. Griffin decide pasar de la entrevista como vencedor, le
arranca el micrófono al speaker y le hace él mismo preguntas a
Ortiz. Aunque contrariado, y pese a no rellenar ya un impresionante traje color
hueso sino unos calzones ajustados, “El Campeón del Pueblo” sigue hablando con
la munificencia del Papa de Roma.
Pero volvamos a la cita del jueves. Después de las comparecencias viene el
entrenamiento público. Miro un rato trabajar a Sonnen. Efectivamente, el tipo
es “a man on a mission”: el gesto es de absoluta concentración, de ira
contenida. Los comentarios de Sonnen sobre Brasil han bordeado la xenofobia, y
es fácil imaginar a varios de los que le animan por aquí enseñando orgullosos
su carnet de la Asociación Nacional del Rifle, por no desarrollar el kit
completo.
Aunque muy fuerte de brazos y piernas, y con distintos entrenadores para
trabajar los golpes del tren superior y el inferior, Sonnen tiene ese puntito
de grasa que conviene a los combatientes para encajar golpes en el cuerpo y
tirar de reservas durante los intensísimos 25 minutos que podría llegar a durar
su pelea.
Por ello, su cuerpo o el de la mayoría
de luchadores a partir del peso medio, no es exactamente escultural, aunque
entre las numerosas mujeres del público unas cuantas le observan con interés.
La abundancia de mujeres en el entorno de la UFC es llamativa, tal vez
coincidente con la admiración que despertaban los gladiadores en la antigua
Roma entre las mujeres de clase alta. En su clásica Laureles de ceniza,
que leí pocas semanas antes, Norbert Rouland habla sobre esa
atracción de la muerte, el poderoso afrodisíaco que supone el peligro sumado a
la fortaleza de un cuerpo trabajado. Quizá el mito de la mujer atraída sobre
todo por hombres hermosos pero sensibles, y que desconfía de los fuertes que
garantizarían fecundidad y supervivencia, sea fruto de una conspiración que
hemos urdido los débiles para conseguir pareja, y no tanto de las comedias
románticas y las revistas femeninas. Sea como fuere, entre ese público femenino
que supone un 30% de la asistencia a los eventos de la UFC no es fácil realizar
una categorización simplista: hay algunos floreros que acuden del brazo del
equivalente local del empresario arribista español —cincuentón de pelo hacia
atrás, barriguilla apretando la camisa Ralph Lauren, cinco o diez centímetros
menos que la acompañante en tacones—, y unas cuantas representantes de pura
raza de la creciente tribu urbana “white trash”. Pero también mujeres de aire
profesional, madres convencionales o grupos de amigas solteras, que disfrutan
del espectáculo por sí mismo y lo entienden, en su mayoría por razones
simplemente deportivas.
Decido volver caminando hasta
mi hotel, que está casi en el otro extremo del Strip. Son varios kilómetros por
la avenida a lo largo en la que se van sucediendo los hotelazos que forman el
paisaje urbano de las cortinillas de CSI: el Venecia, el Caesar Palace, el
Bellagio, el Montecarlo… El calor del desierto aprieta, y la moda para
combatirlo es llevar unos gigantescos cócteles granizados en tubo de plástico.
Para cruzar las ocasionales calles perpendiculares, no hay pasos de cebra ni
semáforos: es necesario entrar en un casino, acceder a una pasarela que lleva a
otro casino y volver a salir a la calle.
Julián Díez
Jot Down
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