“En efecto, yo veo claro que la diversidad de creencias no puede ser obstáculo a que los muertos descansen en paz los unos al lado de los otros, como no lo es a que los vicos se agiten, muevan y traten en el seno de la sociedad. ¡Cuánto mejor responde a los principios cristianos de amor y de humanidad un cementerio que guarde las cenizas de todos, consagrándose la sepultura de cada uno con los ritos de su propia Iglesia, que no esta clasificación por sectas, que parece que viene como a restablecer entre los muertos las castas que han hecho desaparecer los vivos!”
Hace exactamente un siglo que se escribieron estas palabras que aun hoy me conmueven. Forman parte de una de las más dramáticas páginas de aquella “Minuta para un Testamento” en que Gumersindo de Azcárate nos dejó uno de los textos más conmovedores de la historia religiosa de España.
Son las páginas de un gran cristiano que no había logrado digerir las oscuridades de una Iglesia que no atravesaba un momento precisamente brillante. Páginas de un hombre honesto a quien hacía temblar la idea de que la muerte iba a separar su cuerpo del de su esposa, una ferviente católica, pero a quien aun horrorizaba más la idea de mentir una fe que no sentía o de profanar hipócritamente unos ritos católicos en los que no creía, mas hacia los que sentía un respeto que bien quisiera yo para muchos fidelísimos ¿Por qué –se preguntaba—no podía su cuerpo descansar a la sombra de la misma cruz que protegería la tumba de su esposa si ambos creían apasionadamente en el mismo Cristo, aunque lo hicieran de distinta manera? Y hasta añoraba, ingenuamente la posibilidad de que algunas gotas de agua bendita que el sacerdote derramara sobre la tumba vecina fueran a rozar la suya como una bendición.
No pudo ser. Las leyes de los hombres separaron lo que el amor había unido y hoy dos cruces distintas cobijan sus dos tumbas a las que una maldita tapia sirve de incomprensible frontera.
No creo que sea un pecado si yo confieso aquí que, en esta mañana de centenario, el cura que yo soy ha aplicado su misa por esas dos almas que Dios no puede haber separado. Y me he sentido feliz de que en mi oración no hubiera tapias, ni divisiones, ni fronteras.
J.L.Martín Descalzo
ABC,22/8/1976
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