sábado, 16 de febrero de 2013

0 La carretera


La exposición de cuentas personales, concebida en principio como un examen de honradez, ha derivado enseguida a una competición entre políticos según la cual se es más honorable cuanto más bajo es el sueldo que se percibe. Es una unidad de medida ajena al problema de la corrupción, puesto que hablamos de salarios, y que sólo demuestra que los políticos se han rendido definitivamente al resentimiento social, dejando desguarnecida la defensa de su oficio. Los ingresos -al menos los sometidos a control fiscal- de personas que rigen o podrían regir el destino de la nación son ridículos comparados con los de aquellos que sólo dirigen un medio de comunicación, una discográfica importante o una embotelladora de refrescos. Aun así, estos políticos sometidos a escrutinio se han resignado de tal forma a la vergüenza y al miedo a la masa que apenas tratan de dispersar el rencor hacia el adversario. A menudo se hace el reproche de que sólo los mediocres de aparato entran en política, de que esa vocación ya no es un polo de atracción para los más notables. Pronto añoraremos a los mediocres, si seguimos aceptando que la política ha de negar, no ya el respeto social, sino hasta un sueldo que compense lo que personas preparadas renunciarían a ganar en lo privado. La política han de salvarla los políticos, sí, pero no sólo ellos.
El periodismo sufre una crisis propia tan salvaje que no puede permitirse contradecir a grandes clientelas potenciales. Eso, que invalida para un liderazgo moral, para discutir con el propio lector aun a riesgo de perderlo, es aún más grave cuando el periodismo intuye que lo que su clientela potencial desea es que le sean confirmados los motivos de su rencor y de su ira nihilista. Así ocurre que, más allá del acierto de algunas portadas de denuncia, o de la insolvencia de otras, cada cierto tiempo hay que agarrar a un personaje público y pasarlo por la quilla. Luego, las redes sociales terminan de despedazarlo. A esto, que los políticos ya temen como a la carreta de la guillotina, hay quien lo llama salvar la democracia. Bien está, que diría Arcadi. Pero, en algún momento, y aunque se atraiga la ira, alguien deberá parar y preguntar si, excedido el equilibrio del contrapeso y la vigilancia necesarios, de verdad la democracia se salva azuzando primero el sansculotismo que brota como síntoma terminal, y luego intentando apaciguarlo con una cabeza clavada en una pica.
David Gistau / El Mundo

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