Como cuando el noventa y ocho, el primer problema de España en 2013 no habrá de ser otro que ese estéril anti-españolismo de los españoles. La interiorización de la leyenda negra sobre ellos mismos, enfermedad crónica que las élites siguen encargándose de transmitir al pueblo con empeño digno de mejor causa. Una ancestral tara colectiva, la de nuestro muy enfermizo gusto por el autodesprecio y la flagelación masoquista, para la que la crisis apenas ha supuesto mero catalizador. De ahí la galopante inflación de sucedáneos castizos de Zola con su "J’acusse" particular bajo el brazo. Desde los más encumbrados académicos hasta el último escritor de periódicos, parece que todo el mundo en España se siente obligado a lanzar media docena de diatribas apocalípticas contra el país a diario si aspira a disfrutar de algún reconocimiento público.
Como entonces, exactamente igual que tras el noventa y ocho. He ahí, cien años después, el eco rancio de aquella crítica negativa de los intelectuales que tanto daño hiciera. De nuevo, pues, la seducción del pesimismo, el constante denostar a la "nación absurda y metafísicamente imposible", como escribió Ganivet. Igual que entontes, fatalismo vacuo, nihilismo irresponsable, tremendismo falaz. Si al final España cae, será por culpa de sus propias termitas, no por el impulso destructor de quienes se confiesan sus enemigos expresos. Al cabo, la mezquina labor de zapa de los catalanistas no es nada frente a las puyas envenenadas que España se empeña en lanzar contra sí misma.
El cómo vayamos a salir de ésta no es asunto que tenga claro nadie, salvo, claro está, los doctrinarios e iluminados de rigor. Pero, desde luego, no será regodeándonos en ese estereotipo paralizante, el de la pretendida excepcionalidad española. Tan falsa como arraigada en la conciencia colectiva, la visión catastrofista y dramática del devenir histórico de la España contemporánea constituirá el verdadero enemigo a batir en 2013. Ése y no el atrabiliario comediante que a estas horas sienta sus reales en la Plaza de San Jaime de Barcelona. Y es que, para salvar la idea de la nación española como proyecto de vida en común, primero tendremos que recuperar la estima por nosotros mismos. Porque, pese a todo, somos un gran país.
José García Domínguez/Libertad Digital
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