Durante los años 80, los ciudadanos de Yugoslavia sufrieron una pérdida de poder adquisitivo de más del 50%. Aunque los 70 se recuerdan como The good old times, tampoco fueron fáciles, había paro, emigración, pero nada en comparación con lo que después fueron los 80. Tras la muerte de Tito, con la decadencia de los regimenes socialistas de Europa del Este, Yugoslavia tenía una de las mayores deudas externas del continente y la vida se fue endureciendo hasta niveles insoportables. La familia de Curcic, por ejemplo, nunca tuvo casa propia. Vivían realquilados, compartiendo viviendas con sus propietarios. En sus memorias, Gola Istina (La pura verdad) el futbolista recuerda su infancia como “en un agujero”. Empezó a pelotear cuando residían en la barriada de Borča Greda, a las afueras de Belgrado. Compartía armario y habitación con su hermana en una casa propiedad de otra familia. Por eso su madre estaba obsesionada con que no hiciera ruido para no importunar a los dueños. Seguramente tocada un poco del ala, no dejaba a Sasa moverse de la baldosa. Es uno de sus recuerdos más amargos: que de niño, cuando quería jugar a algo, le increpaban.
Entretanto, su padre le encerraba en la habitación para que estudiase. Pero Sasa, que solo pensaba en jugar al fútbol con sus amigos del barrio, saltaba por la ventana y se escapaba en búsqueda de sus colegas. Su padre, cuando dejaba de oírle hacer ruidos, ya sabía que había huido e iba a por él. “Crecí sin derecho a jugar”, recuerda Sasa. Aunque, pese a lo freaks-control que eran sus padres, el fútbol no se le dio mal incluso aprendiendo a jugar de furtivamente. Pronto fichó por el Besni Fok, un pequeño equipo de Belgrado. Y destacó, al mismo tiempo que empezaron a pasarle cosas extrañas.
Con una especie de beca, fue enviado a Francia a formarse. Sus padres creían que era una gran oportunidad para él, que terminaría fichando por un buen equipo extranjero y enviando divisas a la maltrecha economía familiar. Pero el viaje fue un timo. Deambuló de un club a otro, nunca le pagaron. Jugó en siete equipos, entre ellos, el Cannes, donde coincidió con otro chico de catorce años que acababa de dejar atrás a su familia, un medio argelino,Zinedine Yazid Zidane. Los entrenadores decían que Curcic y el ex jugador del Real Madrid eran lo mejor que tenían. Es otro de los recuerdos más duros de Sasa, como cuenta en sus memorias. Cuando ve que empezaron juntos, que marcaron la diferencia a la vez, pero la realidad es que, al final, comparando, cuando Zidane hacía su gol de volea en la final de la Champions League contra el Bayern Leverkusen, Curcic estaba en la indigencia. Pero no adelantemos acontecimientos. La experiencia francesa no funcionó y Sasa volvió a su ciudad, a jugar al OFK de Belgrado.
Se cambió de barrio, se fue a Karabuma, y su fútbol explotó. Lo suficiente como para llamar la atención del seleccionador nacional, Ivica Osim, que se lo llevó a jugar un amistoso contra Brasil el 30 de octubre del 91. La camiseta yugoslava, como con dos rayos en plan AC/DC (o eso queríamos ver de críos), la que llevaron en Italia 90, era impagable. Los protagonistas, también. Bebeto, Raí, que metió un golazo por la escuadra desde fuera del área, Mauro Silva… Curcic sustituyó a Sinisa Mijhalovic en el descanso, pero no pudo evitar la derrota por tres a uno. Los croatas ya se habían ido. Los Plavi iban cuesta abajo. El país encadenaba ya tres guerras justo una detrás de otra. Pero Sasa estaba más contento que unas castañuelas. Para él, aquel partido fue la mejor experiencia en toda su vida. Ser internacional con 19 años, frente a Brasil…
Todo iba tan bien que empezó a salir de noche a diario y a beber. Iba a la kafana de Blek Pantersima, un bar-restaurante en un barco amarrado en el río Sava, un lugar que no es precisamente de lujo. Famoso por sus orquestas de gitanos, porque en las peleas que se organizaban alguno ha cogido Hepatitis C, y por quemarse enterito en una ocasión. Sasa se enganchó a la noche belgradense, que es bastante interesante, y no perdonaba una. Cuando sufrió su primera lesión de alcance, fue enviado al Hotel Metropol para recuperarse. El club le pagaba los gastos, solo quería que estuviese tranquilo. Pero Sasa se escapaba al bar del vestíbulo a emborracharse con tan mala fortuna que se enamoró. En el Metropol había una sala de striptease donde actuaba una bailarina rumana haciendo la danza del vientre. Empezó a acudir todas las noches a verla e invitaba a todo a todos los presentes para sorprender a la chavalita. Cuando se recuperó de la lesión, a las dos semanas, se había dejado en la barra 160.000 marcos alemanes. El empleado del OFK de Belgrado que cogió el teléfono cuando llamaron del hotel, cuenta Curcic en sus memorias que se cayó de la silla. Pero a él le daba igual. Cuando se enamoraba el fútbol dejaba de interesarle. Le presentó la señorita rumana a su madre y esta correspondió con un lacónico pero elocuente: “Es guapa”. Estaba escandalizada por las compañías que frecuentaba su hijo. “Para mí el dinero nunca fue importante, pero para todo el mundo que me rodeaba sí, como en esa época empecé a tener mucho dinero, eso significó que de repente cambiaron mis compañías”, se disculpa el futbolista en su libro.
Álvaro Corazón Rural, Jelena Arsic y Sasa Ozmo
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