Y con todo lo expuesto, ¿tiene solución este país? “España es una nación absurda y metafísicamente imposible. El absurdo es su nervio y su principal sostén. Su cordura será la señal de su acabamiento”, le reconoce Ganivet a Unamuno. ¿Cabe interpretar como cordura este marasmo burocrático, este imperio de las “entelequias o engendros de gabinete con que hoy se nos gobierna”? Si tomamos la cordura por paz, no solventar nuestras diferencias a base de guerras civiles se antoja una conquista innegable. En consecuencia sobreviene el acabamiento nacional, bajo la forma fantasmagórica de la democracia representativa combinado con la ruina económica. Lo vaticinaba el escritor granadino: “No me cabe duda de que una vez que se derrumbe nuestro imperio colonial surgirá con ímpetu el problema de la descentralización, que alienta en los movimientos regionalistas”. Pongan prosperidad inmobiliaria donde dice imperio colonial y vaya si ha surgido con ímpetu el problema de la descentralización. Ahora bien, ¿cabe esperanza en la reconciliación? “¿Es imposible en absoluto modificar estos instintos de insubordinación que nos destrozan y nos aniquilan? Yo creo que no. A pesar de nuestro espíritu de independencia, hemos podido constituir dos naciones en nuestra península. Luego alguna cohesión se ha dado”, reflexiona el autor del Idearium. Y en realidad este puro argumento historicista es el más eficaz contra el secesionismo: si no se han ido de la Reconquista acá, por qué iban a hacerlo ahora. Hay una historia compartida que sigue pesando, y ese es el formidable enemigo de Mas.
Ángel Ganivet solo dispone de una receta para apuntalar la esperanza en la unidad y la prosperidad nacionales: la acción interior de cada español. El aprovechamiento natural de su anómalo individualismo volcándolo hacia la realidad tangible del esfuerzo, desoyendo las campañas de las sirenas políticas, sean los caínes del bipartidismo estatal o el moisés bufo de una región cualquiera. “No hay ya jóvenes que vayan a Madrid con el uniforme de ministro en la maleta, y los hay que comienzan a comprender que un hombre no aventaja en nada con añadir su nombre al catálogo inacabable de celebridades inútiles y nocivas de España, y los hay también que prefieren trabajar en sus casas y en beneficio de sus pueblos, a ganar en la tribu parlamentaria estériles aplausos. El día que haya en las diversas capitales de España hombres de talento y prestigio, que estudien los verdaderos intereses y aspiraciones de sus comarcas y los fundan en un plan de acción nacional, habremos entrado en la realidad política”. En su día Azaña criticó la vaguedad de este programa, una invitación al recogimiento productivo y al tradicionalismo abierto más que otra cosa; pero yo creo que precisamente a esta indefinida energía espiritual debe el Idearium su vigencia, por encima de la vicisitud histórica española, casi siempre traumática. Se trata de desactivar la paradoja del enfrentamiento; se trata de reconocer que no hay nada más español que el independentismo, y a partir de ese carácter propio peninsular labrar el interés común, porque hay aquí espacio suficiente para el independentismo de cada uno.
“Hemos de hacer acto de contrición colectiva; hemos de desdoblarnos, aunque muchos nos quedemos en tan arriesgada operación, y así tendremos pan espiritual para nosotros y para nuestra familia”. El desdichado Ganivet, efectivamente, se quedó en la operación: siendo cónsul en Riga, dos años después de publicar este Idearium –como un símbolo cerrado del Desastre del 98– se arrojó a las gélidas aguas del río Dvina. Un barco que pasaba por allí acertó a rescatarlo aún con vida, pero Ganivet, presa del lúcido coraje del suicida legendario, saltó por la borda del barco que lo había rescatado y se ahogó a la segunda intentona. No se atrevió a hacerlo Unamuno, pese a lo atormentado de sus cavilaciones, y sí se mató Ganivet contando 33 años, pese al aliento vital y al confiado humanismo que emana de su obra maestra.
Jorge Bustos / Ambos Mundos
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