jueves, 18 de julio de 2013

0 Ante todo mucha calma

Es curioso que de los mensajes entre Rajoy Luis Bárcenas el presidente del Gobierno se haya limitado a filtrar que la última llamada a su tesorero, hace cuatro meses, fue un error al equivocar el contacto. Lo verdaderamente creíble hubiera sido decir que los mensajes en realidad habían sido dirigidos a Bárcenas por error, pues el destinatario real era el propio Rajoy; un recordatorio de su estrategia ancestral, un estado de ánimo inasequible que le apareciese en la pantalla del móvil con las horas a modo de alarma. «Al final la vida es resistir», «tranquilidad, es lo único que no se puede perder» y «sé fuerte», antes de escribir otra frase suya que en el partido recuerdan viejos compañeros hoy castigados con su indiferencia: «Te llamaré mañana». La imagen de Rajoy, efectivamente, esperando su propia llamada. Y al sonar, que no fuese para él. 
El lema del escudo de armas de la carrera política del presidente es célebre, obra de otro gallego, Camilo José Cela, que dejó dicho que en España el que resiste, gana, si bien no contaba con que a su muerte resucitaría, al tercer día, la viuda. En lo peor de la crisis Rajoy aconsejaba a sus ministros que tuviesen calma, que no leyesen tanto la prensa, pues lo alarmaba todo, y que había que tener paciencia y resistir. Ese verano, tras saber que sus familiares recibieron algunos reproches de vecinos de Sanxenxo, envió desde Madrid un par de SMS en el que les pedía estar tranquilos y aguantar. La publicación de los mensajes con Bárcenas abunda en la sedación lingüística, la anestesia verbal enormemente fructífera en momentos de pánico. «Podrán quitarme todo», dirá sentado sin mover un músculo ante la magnitud del escándalo, «pero nunca me podrán quitar la tranquilidad». Sobre esta estrategia de comunicación, esta postura tan perfectamente descifrable que dispara todas las conjeturas, ha construido Rajoy sus éxitos; victorias desde paciencia como la de Indurain, que pedaleaba al mismo ritmo mientras le atacaban a izquierda y derecha y no osaba nunca levantarse del sillín, pues su molinete rendiría a los demás. 
Aguantó en primera fila sin aspavientos nerviosos la elección final de Aznar a la que se postularon divos y jóvenes («es usted el ministro espía», le dijo Carmen Rigalt; «es usted el ministro desconocido»). Y resistió ocho años haciendo una labor ingrata, un trabajo de desgaste en condiciones hostiles. «El de la oposición es el puesto más difícil en el que he estado», decía cuando se le recordaba que de ministro contaba que no se vivía mal. «Tengo un papel difícil: la crítica al Gobierno. Eso a la gente no le entusiasma». Reclamó para sí mismo la calma que exigía a los demás y llevó la resistencia a una dimensión ferozmente rajoyana: «Duermo de once y media a siete. No escucho la radio ni por la noche ni por la mañana. Prefiero no enterarme de nada». Es el Ante todo mucha calma de Siniestro Total, destino estridente que trata de evitar fantasmal como la mujer de la curva. 
Para superar ocho años sin poder se aplicó la letanía que trató de aplicar con Luis Bárcenas («al final la vida es resistir», «tranquilidad, es lo último que se puede perder» y «sé fuerte») con la salvedad de que al contrario de lo que ocurrió con él mismo, político de expectación itinerante, Bárcenas era un hombre hundiéndose con cemento en los pies; pedirle pachorra fue un error de cálculo. Y no el único. «Yo tengo pocas virtudes», dijo a Diario de Pontevedra en 2009. «Una de ellas es la capacidad de distinguir, aunque a veces me equivoque. En política, como en cualquier faceta de la vida, distinguir entre personas es muy importante». Fue un año después de nombrar a Bárcenas su tesorero.
Manuel Jabois / El Mundo

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