viernes, 2 de noviembre de 2012

0 Gladiadores modernos, piscinas turbias y ángeles ebrios. Cuatro días en Las Vegas para la pelea cumbre de la lucha definitiva (VI)

Las tiendas parecen residir en ese universo paralelo en el que también habitan los aeropuertos, lugares para gente que sólo desea comprar ropa de marca, joyas, alcohol y chocolate. Vine con la idea de comprarme un e-reader barato, pero no encontraré ni una tienda con tecnología. En la zona menos lujosa aparecerán al fin algunas tiendas de souvenirs, y entonces abandono el duty-free para adentrarme en las zonas más inhóspitas de Benidorm: hay camisetas con flores que juraría que he visto en el mercadillo de Torrevieja (aquí con el serigrafiado de Las Vegas, claro), bolas de nieve, tetas y culos de plástico y hasta espadas toledanas. Cuando veo la clásica “Mis abuelos fueron a Las Vegas y se acordaron de mí” me veo impelido a abandonar el recinto.

El personal con el que me cruzo por el camino está en esta línea. Supongo que existe un Las Vegas de categoría superior, pero no me será dado acceder a él. Al fin y al cabo, el príncipe Harry la liará parda semanas después de mi estancia en el propio MGM Grand, y no creo que él se bañara en un charco de agua turbia con un metro de profundidad —aunque, eso sí, de manera muy americana, con un socorristas a cada extremo de la piscina vigilando que no te ahogues al desplomarte por la ingesta incesante de cerveza.

Mi creciente impresión es que en Las Vegas hay una preocupante escasez de personas que podríamos calificar como normales, si es que tal cosa existe hoy en día, en particular en Estados Unidos. Hay gran número de malvivientes de los que posiblemente no podrían pagarse una operación de apendicitis si no se la cubre su seguro médico, pero que sí están dispuestos a fundirse mil dólares en busca de la fortuna rápida, y algunas limusinas con muchirricos que se hospedan en las plantas superiores de los hoteles buenos-buenos. Pero apenas nada del sector de población entre medias. Quizá sea porque no hay mucho que hacer con niños, los espectáculos parecen de menor categoría que en Nueva York o Londres —salvo, tal vez, los seis simultáneos del Cirque du Soleil—, y las posibilidades de visitas culturales son tan risibles que en un hotel de esos que simulan ser Italia exponen fotos los cuadros de Rafael.  Si efectivamente escuchas por la calle que no vale la pena ir a Europa cuando puedes ver los mismos sitios reconstruidos aquí en cartón piedra… entonces todo lo falso puede valer, ¿no? De hecho, casi toda el agua embotellada a la venta es purificada, no mineral, y así sucesivamente.

Salvo que quieras jugar al blackjack, en tu lugar de origen no puedas beber, tengas la ilusión de disparar una AK-47 o te atraiga la posibilidad de asistir en directo a una versión local de El precio justo o a Andrew Dice Clay canta —ambos en cartel en la temporada alta en que acudí yo—, la mayor sorpresa de Las Vegas es que es un sitio espantosamente aburrido, pero en el que se ha decretado la obligación de ser feliz, lo que acentúa aún más su tristeza. Tal vez por eso, y como me adelantó un amigo cuando le avisé de que iba allí, nadie sonríe con los ojos: algunos lo hacen con la boca, porque así lo decreta la política comercial de la franquicia que les da empleo, o no lo hacen en absoluto, porque han perdido en el casino. Y, para que el negocio se mantenga, el 90% o más deben perder en el casino. Así que, increíblemente, nadie sonríe de verdad en un lugar creado para la diversión.

Julián Díez
Jot Down

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