La crisis
total de España está alentando entre nuestros tertulianos –a falta de
ensayistas– un nuevo noventayochismo de lo más pertinente. Aceptando que la
historia se repite como farsa, el quejido unamuniano –“Me duele España”– ha
devenido complejo vergonzante de ser español, que es lo que sucede cuando se
fía todo el orgullo nacional a las victorias futbolísticas de un equipo de
muchachos tan precariamente alfabetizados como sus voceros de la prensa
especializada, y cuando se reserva el título de marqués para un campechano
seleccionador tan lejos del armiño como cercano al chándal.
Al
grotesco manejo que la propaganda franquista hizo de la vieja idea imperial de
la hispanidad siguió, por inevitable oscilación del péndulo histórico, la
mojigata autoenmienda nacional de la Transición, cuyos impacientes artífices
decidieron corregir la imagen predemocrática que les devolvía el espejo
acusador con vistosos ribetes federalistas y concesiones al nacionalismo –como
si este no se hubiera amalgamado servilmente con el franquismo hegemónico–, al
tiempo que desamparaban avergonzados la idea de patria común. La pose
antiespañola pasó entonces a engrosar las filas de la corrección intelectual y
hoy, a la vista de la debacle económica, la vergüenza institucional, la bajeza
sociológica y el autismo político, a ver quién tiene torería para reivindicar
la gloria de su cuna fuera de un coleccionista friqui de figuritas de plomo
carlistas o cosa por el estilo. El patriotismo ha muerto en España, y presentar
siquiera el concepto como un valor produce automático alipori a toda
sensibilidad medianamente contemporánea de cualquier buen español humillado,
más humillado aún por groseros ejercicios de chovinismo charcutero como el
anuncio de Campofrío. En España invertebrada, Ortega consigna abiertamente su comprensión
hacia los nacionalismos centrífugos catalán y vasco, puesto que la noción
orteguiana de nación es la de proyecto sugestivo de vida en común y España, hoy
como ayer, pocos asideros ofrece a los heroicos defensores periféricos de la
unidad y ninguno a los secesionistas. Y sin embargo, a la sugestión orteguiana
opuso su patetismo arrebatado José Antonio Primo de Rivera:
“Nosotros amamos España porque no nos gusta. Los que aman a su patria porque
les gusta la aman con una voluntad de contacto, la aman física, sensualmente.
Nosotros la amamos con una voluntad de perfección. Nosotros no amamos a esta
ruina, a esta decadencia de nuestra España física de ahora. Nosotros amamos a
la eterna e inconmovible metafísica de España”. Tratándose de un partidario del
totalitarismo, y dejando a un lado la factura exaltada marca de la casa, el
fundador de Falange describe un punto de partida bien asequible para el
demócrata de hoy desmoralizado ante el pobre espectáculo de su nacionalidad.
Hasta tal
punto es cierta la premisa decadentista de que es español aquel que habla mal
de España, que releyendo las obras de regeneracionistas y noventayochistas
encontramos diagnósticos asombrosamente válidos para la España crítica de las
autonomías y de la postración financiera. Uno mismo acaba de terminar
entusiasmado el Idearium español de Ángel Ganivet publicado en 1896, dos años antes por
tanto de la consumación del desastre colonial. No se suele incluir a este
brillantísimo ensayista granadino en la nómina de los Azorín, Baroja, Unamuno, Maeztu y compañía que integran canónicamente
la Generación del 98, y eso ha de ser sin duda por la heterodoxia ideológica de
nuestro autor y su fulgurante paso de bengala por este mundo, si bien su dolor
de España sintoniza perfectamente con el de Unamuno, un año mayor que él,
compañero de inquietudes universitarias y finalmente destinatario de una
fructífera correspondencia con que la convención editora suele cerrar el Idearium a
modo de epílogo titulado El porvenir de España.
Tanto Unamuno como Ganivet disienten de Ortega en que la solución de España
pase por su europeización –para qué hablar hoy del burocratismo
europarlamentario– y apuestan por una recuperación de las esencias
tradicionales: en su arte, religión, historia, intrahistoria y casticismo
encontrará España el abono espiritual que necesita para posicionarse en el
mundo moderno con personalidad propia, a salvo de obediencias antinaturales y
dictados extranjeros. Pero Ganivet en suIdearium –“un
estudio del alma española escrito al correr de la pluma, pero sobre material
que el autor ha meditado despacio y sentido con calor de cariño (…); libro
jugoso, vibrante, un libro que palpita”, rezaba la reseña de Emilia Pardo Bazán en La Ilustración– aporta interpretaciones y profecías de
verdadero visionario filosófico, que a mi juicio resisten mejor el paso del
tiempo que el pedante ensimismamiento unamuniano. Merece la pena intentar aquí
un rescate somero de algunas ideas que articulan este ensayo milagroso –y
milagrosamente bien escrito– de nuestra historia literaria, a fin de proponer
al lector la lucidísima etiología ganivetiana de la cuestión palpitante hoy en
España: el independentismo catalán.
Jorge Bustos
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