Mientras cavilo sobre todo esto me
encuentro la reproducción exacta de la conocida estatua de Julio Césarataviada
con un gorro de cocinero, una pala de hacer barbacoa y una bandera americana
para celebrar el 4 de julio.
Esa tarde se convoca a los medios para
visitar Fremont, la calle central del viejo Las Vegas, el que creó la mafia y
cantó Elvis. En diferentes puntos de la zona se dan cita viejas
glorias de la UFC para firmar autógrafos y atender a la prensa.
Describir previamente el Las Vegas actual sirve para poner en perspectiva
justa el “casco histórico”, situado a varios kilómetros de distancia a través
de moteles, tiendas de alimentación salvadoreñas y las innumerables vallas
publicitarias de abogados con sonrisa inquietante que ofrecen sus servicios
para resolver cualquier problema a bajo precio. Esta es la parte original de la
ciudad, donde es posible apostar a partir de cantidades más bajas y los hoteles
valen 25 dólares la noche, con público en consonancia. Los carteles de
bombillas de colores de los años cincuenta, vestigios de la época en que
llegaron a la ciudad las mismas camareras aún hoy obligadas a lucir escotes de
vértigo pese a su provecta edad, son conservados como si se tratara de obras de
arte. En las puertas de algunos casinos bailan en bikini chicas que luego
actúan como croupiers dentro, con igual vestuario. En lugar de orientales de
aire calculador, aquí dirigen las mesas jovencitas recién llegadas de Montana o
Monterrey aprendiendo el oficio, o bellezas algo marchitas que en algún momento
equivocaron su camino hasta quedar varadas aquí, pero aún con encantos
suficientes para distraer a los jugadores. Salvo que, por alguna razón, la
banca empiece a perder seriamente, momento en el cual aparecerá un tipo con
chaleco de colores y corbata, el que sabe repartir las cartas de verdad.
En medio de la barahúnda, de vez en
cuando hay una mesa con personalidades de la UFC: antiguos luchadores,
presentadores de televisión, las chicas que pasean los carteles de los asaltos
—en la actualidad, Arianne Celestey Brittney Palmer,
una morena y una rubia—. Todos son pluscuamprofesionales: el público hace fila,
en algunos casos por cientos, para conseguir su autógrafo, cruzar unas palabras
o fotografiarse con ellos, y todos son atendidos. Entrevistarles en medio de
ese caos es misión imposible, sin contar con que en realidad tampoco sé quiénes
son.
Opto, en consecuencia, por darme un paseo y volverme por mi cuenta al
hotel. Además de los casinos y las tiendas de souvenires rancios, abundan en
Fremont los carteles de comida en la mejor tradición de la América profunda,
donde la calidad es un valor francamente secundario respecto a la cantidad. En
un extremo de la calle se encuentra su epítome, el original Heart Attack Grill,
con camareras vestidas de enfermeras guarrillas y carta con tamaños crecientes
hasta llegar a la imbatible hamburguesa Cuádruple Bypass de dimensiones
elefantiásicas, incognoscibles.
Todo esto, como el Elvis panzón con el que fotografiarse por unos pavos o
los tenderetes en los que pintan cuadros espaciales con spray —sí, los que se
pasaron de moda en las Ramblas como hace diez años— podría parecer
enternecedoramente cutre, el tipo de encuentros bizarros que salpican todos los
episodios de series de visita a Las Vegas. Pero entonces veo al sesentón
vestido sólo con unas alitas de ángel y unos calzoncillos blancos de ventanuco
del que se están riendo unos adolescentes mientras se retratan con él, y mi
momento friqui se viene abajo.
La fauna que por aquí deambula
intentando arrancarte unas monedas no son perdedores románticos de una canción
de Tom Waits. Son gente privada de la más elemental dignidad por
alguna o varias posibles razones: el alcohol, las drogas, el juego, la falta de
educación, cualquier enfermedad cuya curación no pudieron pagar. En ningún caso
se convertirían en divertidos e incontrolables compañeros de juergas terminadas
en una capilla rápida.
Al fin alcanzo un estado en el que
apelar al viejo Hunter S. Thompson y su miedo y asco, aunque
por muy diferentes razones. El asco me lo da la idea de comerme una Cuádruple
Bypass, después de haber visto las fotos de la puerta y ver el personal que
entra en el local. El miedo me lo produce la posibilidad de que este lugar
realmente sea un modelo a imitar para impulsar el desarrollo económico.
Vuelvo al hotel en el autobús,
donde solo vamos los turistas y los que no pueden pagarse un coche. He faltado
a mis obligaciones de periodista y no he esperado para dar testimonio de la
hora crepuscular en que se irán a descansar los Elvis, las Marylines, las putas
y el ángel del slip de algodón amarillento.
Julián Díez
Jot Down
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