Una diferencia entre la crisis del veintinueve y la Gran Recesión de 2007, quienes entonces se lanzaban al vacío desde balcones y azoteas eran los financieros de Wall Street. Aún corrían los tiempos en que se podía escribir de la ética de la responsabilidad individual en el capitalismo de libre empresa sin necesidad de ser un cínico o un hipócrita. Después llegó el Ejército de Salvación con los rescates universales a cargo del prójimo. De ahí que, ahora, todos los gobernantes de Occidente, encabezados por el izquierdista Obama, hayan forzado a sus contribuyentes a costear las alegres demencias del sistema financiero.
Alguien dijo que el capitalismo sin las quiebras es como la religión sin el pecado; la religión –o la broma– más cara del mundo, por cierto. Pero, según nos han explicado los expertos, no había más remedio que pagar. Y es que, al contrario que el de los titulares de hipotecas, el sufrimiento de los accionistas de los bancos, por lo visto, es sistémico. Razón, ésa, de que hayamos empeñado el futuro de una generación de españoles a fin de aliviar sus padecimientos. Lo sé, acaso al lector le suene algo demagógico; sin embargo, no es menos demagógico que andar apelando a los sagrados principios de la economía de mercado para tratar de zanjar el debate de los desahucios.
Aunque solo fuese porque el día que salió el primer céntimo de las arcas del Estado con destino al balance de un banco en apuros el argumento del riesgo moral quedó desautorizado de por vida. Para siempre jamás. No obstante, convendría no desahuciar por el camino a la racionalidad económica, o a lo poco que aquí resta de ella. La dación en pago con efectos retroactivos, por ejemplo, amén de constituir un atentado a la seguridad jurídica, llevaría a la bancarrota, y nunca mejor dicho, a muchas entidades. Nadie con dos dedos de frente puede postular semejante disparate. Otra opción más sensata, introducir una ley de suspensión de pagos orientada a las economías domésticas, sin duda, encarecería las hipotecas. Asunto que está por ver que fuese malo en un país obsesionado por la propiedad y dotado de un mercado de alquileres raquítico. Alternativas hay. Y varias. Hágase algo de una vez, pues.
José García Domínguez / Libertad Digital
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