Aseguraba Churchill que una regla
elemental de etiqueta política prohíbe vocear “yo ya lo dije” cuando los
acontecimientos históricos le dan a uno la razón. De modo que me limitaré a
preguntarme que más debíamos haber dicho los que nos dedicamos a estas cosas,
intelectuales o como nos llamemos, para advertir de lo que estaba pasando en
Cataluña y prevenir contra lo que ya pasa ahora. No es fácil establecerlo,
porque tradicionalmente se ha considerado en este país –sobre todo entre
quienes se consideran progresistas- que decir o, aún peor, hacer algo
nítidamente claro contra los nacionalismos de tendencia separatista era
empeorar las cosas. Si uno argumentaba contra las falacias de los agravios
históricos o fiscales, contra las identidades milenarias, contra la inmersión
lingüística que conculca el derecho a elegir ser educado en la lengua común,
etcétera...siempre había un asno solemne para advertirnos de que estábamos
“fabricando independentistas”. Si uno seguía la corriente al independentismo,
planteando sólo aquí y allá una pega venial para minimizar daños, los
independentistas ya fabricados nos utilizaban como argumento a su favor y nos
animaban a dar el paso final, pasándonos del todo a su bando. O sea, tanto de
un modo como otro, el resultado parecía ser inevitablemente más
independentismo. Pares o nones, la casa siempre gana cuando los dados están
trucados.
Por
eso lo que se decía y lo que se callaba tenía un cierto tufo de manicomio: o se
les daba la razón como a los locos o directamente uno se hacía el loco ante sus
razones. Y así hemos ido tirando, hasta que las cosas se han puesto feas de
verdad. El separatismo es una enfermedad política oportunista, que ataca a los
organismos debilitados por estados carenciales. Y para Estado carencial, el
español. Sin embargo, algunos nos negamos tanto a hacernos los locos como a dar
por buenas locuras o aceptar fraudes ideológicos. Porque dar por buena y normal
la locura en este terreno supone una profunda deslealtad: no con magníficas
entidades como España o Cataluña, sino con nuestros compatriotas.
Ya sabemos que mantenerse leal a la cordura tanto propia como
ajena puede tener consecuencias negativas para la reputación. Así, si uno
recuerda ante ciertas proclamas lo que dicen las leyes vigentes que nos hemos
dado los ciudadanos de este país (sobra decir que los catalanes como los
demás), los nacionalistas le reprocharán que este “amenazándoles”. ¿Amenazando
con qué? ¿Con aplicar la ley? ¿No será más amenazante decir que se está
dispuesto a violarla o que se olvidará su aplicación si conviene a unos
cuantos? Si se aportan datos contra la leyenda del expolio fiscal que padece
Cataluña o se recuerda que ese lema de “damos más de lo que recibimos” es lo
que dicen todos los ricos de este mundo frente a la obligación impositiva para
sostener instituciones asistenciales que ellos no creen necesitar, se nos
acusará de dar “patadas y puñetazos” a los catalanes cuando en realidad se les
está tratando como a seres razonables. Etcétera.
El
problema es que, en este asunto, cuanto podamos decir será utilizado en nuestra
contra. Por eso resulta tan pueril la pretensión de buscar cambios legislativos
para conseguir que los catalanes “estén cómodos” en España. Los catalanes no
nacionalistas están comodísimos en España, negocian con ella, viajan por ella
como por su casa (que lo es), comparten sus triunfos deportivos o su música,
etcétera… la critican y la encomian con total naturalidad. Incluso a muchos
nacionalistas les pasa lo mismo. Otros, en cambio, ni están a gusto ni piensan
estarlo próximamente porque su razón de ser ideológica consiste en gestionar
tal disconformidad.
Cambiar las cosas sólo para dar gusto a quienes no piensan estar a
gusto nunca mientras sigan dentrodesazona a muchos y no contenta a los demás.
Por ejemplo, la renovación del Estatuto. Antes de emprenderla, las encuestas
decían que los catalanes eran una de las autonomías mas satisfechas con su
reglamento. El referéndum para aprobar el nuevo –con ínfulas de Constitución
alternativa- contó con una participación popular más baja que mediana. Ni en el
parlamento español ni en el Tribunal Constitucional fue rechazado, sólo se
hicieron esfuerzos para hacerlo compatible con la legislación estatal, tratando
de que estar cómodos en España no consistiera en incomodar a España…como luego
pareció ser el verdadero objetivo. En particular el Tribunal Constitucional,
con un largo retraso fruto del pánico a desagradar, sentenció ciertos cambios a
partir de un esfuerzo de interpretación que atenuara las flagrantes
inconstitucionalidades en traviesos malentendidos. Pues nada, su dictamen fue
considerado como un atropello imperdonable por quienes ideológicamente
necesitaban una tiranía que padecer y no un estatuto del que disfrutar.
Ahora los contemporizadores apuestan por el federalismo, una
propuesta que en su día –más anteayer que ayer- podría haber servido para
clarificar los límites de los autogobiernos regionales pero que ni ayer ni hoy
contentará a quienes precisamente pretenden abolirlos. El objetivo de las
federaciones es organizar a quienes están separados y quieren unirse, no dar
cauce a la asimetría y la desunión de los ya unidos. Por tanto el federalismo
despierta mediano entusiasmo entre los que no son separatistas y rechazo entre
los que lo son. Pero lo más sorprendente es que algunos no nacionalistas
propongan aceptar como muestra de buena voluntad el posible resultado
pro-independentista de un referéndum celebrado solamente en Cataluña, que por
lo visto obligaría a replantearnos el Estado español.
Si
se concede ese poder discrecional a una parte del territorio nacional, es que
ya se la considera de facto como
independiente: de otro modo, serían como es obvio todos los ciudadanos del país
los consultados en cuestión tan trascendental. No sólo se trata de preguntar a
los catalanes si quieren dejar de ser también españoles, sino a los españoles
si quieren renunciar a ser también catalanes. Porque la automutilación y sus
consecuencias no afectan sólo a los derechos de unos, sino a los de todos: el
olvido de algo tan elemental como que el derecho a decidir unilateralmente la
independencia es ya la independencia misma y por tanto la dimisión del estado
existente viene a ser en sí mismo más patético y dañino que el posible
resultado del propio referéndum.
De
modo que, en vista de lo visto, habrá muchos que añoren la época dichosa en que
tan simpático y fácil resultaba seguir haciéndose los locos.
Fernando Savater/ El País
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