Lo habrán pintado los viñetistas embromando a San Pedro con su blanca utillería de payaso lineal y candoroso, sin intelectualismo posible. Lo habrán llorado las almas sentimentales de los niños grandes, españolazos ya con hipoteca y quizá hasta con desahucio. Y lo habrán encomiado por su sapiencia televisiva y sus letras vanguardistas entre el folclore y el absurdo, como de Beckett metido en un taller de cuentacuentos. Pero no se está diciendo de Miliki su fundamental seriedad de payaso atónito y un poco funcionario que salía a la pista o al plató escasísimo de sonrisas, que es la clave para la detonación del humorismo: no reírse jamás. Un ratón que se nutre de turrón y bolitas de anís, señores, es un hallazgo creativo de primera magnitud y debe comunicarse con una pedagogía que revista de normalidad el disparate, la pedagogía que dice Cospedal que le ha faltado al Gobierno para explicar sus reformas. Si Soraya o Floriano comparecieran con pelota roja engastada en la nariz, nos pondrían a cantar las bondades del IVA en un coro de nuevos viejos pobres como los que aplaudían a los payasos de la tele en la dichosa Transición.
Nuestro clown más idiosincrásico se ha muerto en oportuna coincidencia con los óbitos sucesivos de la solidaridad territorial, el ocio infantil analógico, la sonrisa sin retranca y las calles sin manifas. En su mutis en vez de ovaciones sólo se han suscitado lágrimas y esto no le rinde al bufón ido el sentido homenaje que sus huérfanos creen porque el peor de los pecados que un payaso puede cometer es provocar compasión aun después de muerto. A mí los tartazos y los cercos charlotescos alrededor de los ojos siempre me inspiraron un pánico atroz, y si no perdí la infancia el día que el circo llegó a Torrelodones fue porque los tigres pronto relevaron en la carpa a aquellos siniestros payasos, llenando de paz con sus rugidos mi aterido corazón deenfant terrible. Soy sin embargo un amante de la paradoja abierta y del humor sutil, y por eso juzgo la capilla ardiente de Miliki su mejor función; desde luego su gag más apreciable. “¡Qué macabro, caballero, qué falta de ética!”, me aducirá usted, venerable señora, que crió a sus nietos a los sonrosados sones de la gallina Turuleca. Pero sepa que en nadie como en un payaso se confunden tanto la ética y la estética: su salvación estriba en la conquista de una carcajada y su grave oficio refuta la artificiosidad del arte por el arte. La payasada nunca debe reducirse a un entretenimiento, a una performance meramente vistosa. Con más autoridad que ninguno lo explicaba Hans, el atormentado protagonista con que Heinrich Böll nos heló la sonrisa enOpiniones de un payaso: “A los estetas lo mejor es romperles en la cabeza un valioso objeto de arte, con lo cual sufren, aún al morir, por el crimen artístico”.
Jorge Bustos/ La Gaceta
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