El Madrid tiene un problema grave y es su estadio. El silencio ya ni siquiera respeta la Copa de Europa, cuando a los rivales tenía que empujarlos su entrenador en el túnel como a los cristianos con los leones. Ahora se pasean por el césped antes de jugar, se hacen fotografías como si estuviesen en el cementerio de Pere Lachaise y luego se enchufan con sus ultras, que convierten el Bernabéu en algo tan suyo que el martes el Borussia no pidió la megafonía en alemán de puro milagro. Nada parece ya incendiar a esta afición, ni la épica a la que el equipo recurre creo yo más como último método para enardecer a la grada que por convicción. Si el Madrid no mete cinco en la primera parte es para no jugar la segunda con el enorme estadio vacío como el esqueleto de un dinosaurio. Con el gol de Özil en el 90 estalló el Bernabéu y cuando los jugadores miraron a los lados para la última avalancha quien más y quien menos ya estaba en el coche. En el Bernabéu entra un osasunista con buena voz y automáticamente se convierte en El Sadar. Ha llegado a tal extremo la quietud de la grada que cada vez que se levanta alguien para ir al baño todo el estadio lo mira.
Florentino llenó el Bernabéu de lujos y la afición ha respondido unos llevando las pantuflas y otros entre la chistera y el tocado como si estuviesen en Ascot. Es que el Bernabéu sabe mucho de fútbol, te dicen. Pues hay que saber menos. Si esa imponente arquitectura que parece que le cae a uno encima se llenase de 90.000 exaltados no saldría ningún rival diciendo «jugar aquí es un sueño hecho realidad» sino que habría que leerle en los labios, ya metido en el autobús con un susto del carajo, el más prosaico «diosito, haz que olvide esta pesadilla». Y habría algo que festejar: si no la victoria, sí la vuelta del viejo terror del Antiguo Régimen.
Manuel Jabois
El Mundo
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