El
autor de El
sendero de la mano izquierda,
donde cuenta el secreto de la felicidad y Soseki: Inmortal y tigre, dedicado a su célebre mascota, es
conocido por el gran público principalmente por su faceta de presentador de
televisión —al que debemos algunos de los momentos más memorables de la
pantalla— aunque también se le puede definir de otras muchas maneras: profesor
en diversos países, actor en series y películas, místico sin iglesia,
tertuliano siempre polémico, pansexual, apátrida por vocación, ganador del
Premio Nacional de Literatura, niponófilo con la misma pasión con la que
detesta España, entusiasta de las pastillas (de las de herbolario y de las
buenas), joven de 75 años, anarquista reaccionario y poseedor del raro
privilegio de tener una especie de escarabajo bautizada con su nombre (el
Somaticus sanchezdragoi). Pero, por encima de todas las cosas, nos dice,
aquello a lo que nunca podrá renunciar en la vida es a su condición de viajero,
lector y escritor.
Hace poco citaba una frase de William Blake: “La persona que
jamás cambia de opinión es como el agua estancada: su mente cría sabandijas”.
Supongo que por su trayectoria personal se sentirá especialmente identificado.
Sí, efectivamente. Pero habría que matizarlo un poco. El que no
cambia nunca de opinión es que está muerto, es un marmolillo. Esta clase de
gente que te dice “yo soy de izquierdas de toda la vida” o “yo seré de derechas
hasta que me muera”. Evidentemente todos vamos cambiando físicamente, psíquicamente
y a medida que se van modificando nuestras circunstancias. Pero sin embargo hay
algo que permanece: el sentido del propio yo. Vas envejeciendo, te resulta
difícil reconocer en el espejo la imagen que te arrojó hace 20 o 40 años y sin
embargo la conciencia del propio yo sigue existiendo. ¿Y qué es lo que nos
confiere ese sentido de la identidad? Yo creo que es el carácter. Nacemos con
un determinado carácter y eso es prácticamente lo único que no cambia a lo
largo de la vida. Por supuesto que se manifiesta de diferentes maneras, pero el
carácter permanece y te lleva a mantener una determinada actitud ante las
cosas. Desde ese punto de vista me sorprende que aparentemente he sido
versátil, he sido de izquierdas cuando tenía 20 años, milité incluso en el
Partido Comunista. Y ahora en cambio no tengo nada que ver con la izquierda —lo
que no significa que tenga mucho en común con la derecha—. Sin embargo cuando
leo no te digo ya mi primera novela, escrita a los 23 años, cuando leo cosas
que escribía en el colegio con 8 o 10 años, los primeros poemas en la
universidad… La verdad es que me sorprendo al decir cosas que sigo diciendo
ahora. Los hinduistas dicen que estamos viviendo en la época del Kali
Yuga: la época de disolución y materialismo, donde todos los
valores éticos y estéticos se van al traste y entonces uno se olvida de quién
es. El ser humano no puede cumplir con ese viejo precepto de la eterna
sabiduría, sophia perennis, que es
“conócete a ti mismo”. Eso es muy difícil en el momento actual. Ya los vedas,
hace miles de años, proponen un juego muy curioso llamado el Vichara. Es una
palabra sánscrita que se podría traducir como juego de la indagación del yo. El
juego consiste en lo siguiente: coges un papel y en dos minutos tienes que
responder a la pregunta “¿Quién soy yo?” Y dices lo primero que se te pase por
la cabeza. Vuelves a coger otro papel y respondes a la misma pregunta, pero sin
dar ningún dato de tu biografía. Coges en tercer lugar otro papel y tienes que
responder sin ningún dato sobre opiniones o creencias. Y en cuarto lugar, coges
otro papel y tienes que responder sin dar datos sobre tu aspecto físico. De esa
forma, dicen los vedas, habrás averiguado quién no eres, que es el primer paso
para saber quién eres. Por eso, hayas sido de izquierdas o de derechas, español
o guatemalteco, todo eso puede haber ido cambiando, pero la conciencia del yo
permanece.
En los años 80 se definía como antieuropeísta, debían ser tres o
cuatro en toda España, pero en estos momentos el rechazo a Europa parece estar
mucho más extendido.
Es sorprendente. Y no voy a ocultar que en cierto modo me
enorgullece. Tengo colgado a la entrada el telegrama que envié al Ministerio de
Justicia pidiendo, ante la infamia cometida, el estatuto de apátrida. Recibí la
callada por respuesta, pero se armó un gran barullo. Aquello saltó a la prensa
—yo era prácticamente el único disidente— y me empezaron a llevar a
entrevistas. Recuerdo una con Iñaki Gabilondo en la que, solo ante el peligro como
en aquella película, yo era el único del debate que atacaba a Europa. En
aquella época tenía Gabilondo un artilugio llamado el Sermómetro, que era una
encuesta realizada tras el debate a partir de las miles de llamadas que se
recibían y ante el estupor de todo el mundo casi toda España —salvo Castilla y
León y, por los pelos, Cataluña— me dio la razón. Fundé entonces la Agrupación
de Comunidades Ibéricas Miguel de Unamuno, para la salida de España
y Portugal del Mercado Común. Recibí adhesiones sorprendentes de gente que no
conocía en aquél momento como Albert Boadella o Saramago. Finalmente
aquella agrupación quedó en nada, porque yo sirvo para lanzar ideas pero no
para gestionarlas.
Pero cuando entramos en el
euro, recuerdo que una novia de mi hijo ante mi asombro se levantó a las 12 en
punto diciendo “¡qué ilusión, ahora empieza el euro, quiero ser la primera en
tener uno!”, se bajó a la calle y en el primer cajero saco unos euros y volvió
orgullosísima. Fue entonces cuando escribí un artículo contándolo y diciendo
que esto iba a ser un desastre, que no se pueden juntar churras con merinas y
que era un juguetito de los políticos que iba en contra del sentido común. Y
ahora me están dando la razón. Europa se hunde, es un desastre, no hay nada que
hacer. Europa dentro de poco será el tercer mundo. Continuamente voy y vengo de
Oriente, que es lo que realmente está creciendo: India, China, Malasia,
Vietnam, Corea… y tengo impresiones parecidas cuando voy de Bangkok a París a
las que tuve en 1967 cuando desde Roma llegué a Bopal. Y esto es algo de lo que
los europeos no se dan cuenta, están ciegos y sordos. Mudos no, porque hablan y
hablan sin parar, pero sin decidir nada. Pero ya verás como Europa se va al
diablo.
¿Entonces qué es lo que va a
pasar? Un nuevo orden mundial. En la historia universal hay corrientes
telúricas que cuando llega su momento se abren paso a una velocidad vertiginosa
y no hay quien las detenga. Hubo un milenio que fue el del Mediterráneo: el
milenio de la Natividad, de la Hélade, de Egipto… Luego otro milenio que fue
del Atlántico, el de Estados Unidos, Inglaterra, los imperios coloniales… y
ahora llega el milenio del Pacífico. Hay tres grandes bloques emergentes en el
mundo: uno es Rusia, otro es el sudeste asiático y el otro los países
musulmanes. Estos últimos están desunidos entre sí, pero en el momento en que
se unan Europa se va a convertir en un parque temático, en un museo. Los rusos,
musulmanes y chinos vendrán a disfrutar de nuestra gastronomía, a beber nuestro
vino, a tirarse a nuestras mujeres y visitar nuestros museos.
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