viernes, 2 de marzo de 2012

0 La serpiente de San Miguel, Jorge Edwards (I)

El ensayo es el género literario de la libertad. Nosotros hemos tenido ensayistas y todavía los tenemos, pero son autores que no siempre comprenden la esencia, la naturaleza propia del género que cultivan. A veces pontifican, dictaminan, se emborrachan de citas librescas, nos castigan.
El ensayo, en cambio, es amable, libre, cercano a la naturaleza. Huye de la pedantería y del dogmatismo. Desconfía de cualquier especie de jerga, de sistema cerrado de signos, y busca el lenguaje de la calle, de las regiones, de artesanos y campesinos. Representa una reacción rápida, intuitiva, frente a temas del presente, y se mueve entre diferentes puntos de vista, salta del uno al otro, pero siempre con amabilidad, y sin miedo de incurrir en la contradicción.
Montaigne, fundador del ensayo moderno, dice que le podría encender un cirio a san Miguel y otro a su serpiente. Las imágenes tradicionales muestran a san Miguel Arcángel hundiendo una lanza en una serpiente pecaminosa. Para Montaigne, el santo era símbolo de la poesía celeste, que subía al cielo, y la serpiente era el barro humano. Entre ambos extremos, encontraba serias dificultades para decidir. El ensayo era una síntesis de las alturas líricas y de las verdades terrestres, cotidianas. Su lenguaje tenía gracia poética, ritmos alados, pero estaba lleno de cables a tierra. Un amigo erudito, académico, vecino suyo, quedó escandalizado porque no le había pasado el manuscrito de sus ensayos completos para que lo corrigiera. El texto impreso estaba salpicado de expresiones gasconas, de dichos populares, de palabras mal sonantes y hasta malolientes. Al observar el escándalo de su amigo, Montaigne se rió. No le había pasado el manuscrito, precisamente, para que no pudiera introducirle esas correcciones. Eran los días del paso del latín a las lenguas romances: días de ambigüedad, de inestabilidad, de infancia de las nuevas lenguas. En vez de tratar de frenar el proceso, como su amigo académico, el ensayista bordelés se instalaba en el movimiento. Le aseguraban que su libro sería ilegible 50 años más tarde y se encogía de hombros. Era un lector apasionado, desordenado, voraz, de los clásicos latinos y griegos y de sus contemporáneos ingleses, italianos, españoles, franceses. Cincuenta años después era, en efecto, difícil leer su prosa.
Jorge Edwards
El País, 15/06/2010

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