Tenía sangre en la boca, le dolía la cabeza. No veía ni oía nada. Yacía de lado, enredado en una maraña de metal, atrapado en el asiento. Se quitó el cinturón de seguridad, empezó a salir a rastras del lugar de la catástrofe y entonces vio el primer cadáver.
Fue uno de los momentos culminantes del deporte británico desde la Segunda Guerra Mundial; sucedió en un aeropuerto alemán. Munich, 6 de febrero de 1958. El avión en el que viajaba el Manchester United había sufrido un accidente al despegar. No era un equipo cualquiera: eran los Red Devils, los Busby Babers, los campeones de Inglaterra, la selecta criba del entrenador Matt Busby. Volvían a Inglaterrra después de un partido de la Copa de Europa contra el Estrella Roja de Belgrado. Habían logrado arrancar un empate a 3 a un equipo difícil en un estadio intimidante. Antes del partido les hicieron una foto en la que todos miraban a la cámara: unos equipos de jóvenes espléndidos, en plena forma física, musculosos, con el engreimiento de la juventud, invulnerables, inmortales. Poco después, muchos yacían entre los hierros retorcidos del avión siniestrado. Ocho habían fallecido o agonizaban, y dos nunca volverían a jugar. Sin embargo, esa noche, uno de ellos se convertiría en héroe: Harry Gregg, el alto y fuerte portero de Irlanda del Norte.
Declan Hill
Juego sucio: fútbol y crimen organizado
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