En el exterior del albergue de Saltillo hay unos murales expresionistas que dibujan todas las tribulaciones a las que se exponen los emigrantes. Policías apaleando a ilegales, hombres oscuros violando a mujeres, niños gritando tras ser raptados, narcos asesinando a seres indefensos. Todo un trasunto del destino errático del emigrante, perdido en un bucle letal dentro de México. “Traigo el miedo desde que salí de Honduras”, me dice Rubén Avilés, un mecánico de Tegucigalpa. “Nos han robado en el tren, nos han golpeado y amenazado. Y ahora me queda llegar hasta la frontera y evitar a los Zetas”. Los Estados de Coahuila, Nuevo León o Tamaulipas, todos con frontera con Estados Unidos, se han sumado a los índices de violencia que ya se vivían en Chihuahua, Durango o Sonora. El narco se disputa esas plazas. Para aumentar su presencia en el mercado local de la droga, pero, sobre todo, para controlar las rutas de paso de esa droga hacia el norte. Rutas que muchas veces coinciden con las de los viejos contrabandistas y los coyotes que desde hace décadas introducían a gente ilegalmente en California, Arizona o Tejas. “Cruzar cuesta 2.500 dólares, pero hay que tener cuidado con el coyote que eliges. Algunos te pueden robar y dejarte tirado en medio del desierto, otros trabajan para los Zetas y te pueden acabar entregando a ellos para pagar cuota”, cuenta Rubén. Lleva varios días en el albergue, esperando a que su hermano le envíe algo de dinero desde Houston (Tejas, Estados Unidos). Mientras hablamos, una monja llama a un par de emigrantes utilizando un cariñoso “hermanitos”. Les entrega una tarjeta telefónica con 15 minutos de llamada internacional para que la usen en la cabina que el albergue tiene en el patio. Cada un dispone de siete minutos para localizar a sus familiares, decirles que está bien, a punto de llegar a la frontera, y, en su caso, pedirles algún envío de dinero. Muchos de ellos han sido robados y tienen que pedir prestado para acabar el viaje.
Jon Sistiaga
El País Semanal, 04.03.2012
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