Psicología de guerra. Las normas del albergue son estrictas. No se puede permanecer durante el día en las habitaciones, y todos los emigrantes deben sacar sus pertenencias al exterior para evitar problemas de robos o malos entendidos. Al anochecer, cada uno coge lo suyo y vuelve al camastro. No hay maletas o grandes bolsas. Solo pequeñas mochilas cargadas de sueños y de fracasos. Me encuentro también a Dimas Ernesto, soldador en paro, también hondureño, que está sacando y ordenando todas sus pertenencias encima de una cama. Me cuenta que va a cruzar el río Bravo al día siguiente y está eligiendo lo que va a donar al albergue. “Sí porque, llegando al río, el coyote me obliga a tirar la mochila. Tengo que pasar con lo puesto, supongo que para no parecer un ilegal”, dice Dimas resignado. Este hombre lleva días esperando la luz verde. Todos aquí esperan. Aburriéndose mientras ven películas de Van Damme en una pequeña sala común. Se percibe tristeza en todos ellos, quizá nostalgia. Seguramente, incertidumbre. Los síntomas de lo que los psicólogos llaman el síndrome de Ulises, el síndrome del emigrante: la pérdida de su identidad, de su familia, de su cultura, de su lengua, de su tierra. Son muchos los duelos por los que pasa el emigrante. Duelos que, en cuanto están en un lugar seguro, como este albergue, en cuanto tienen unos minutos para pensar, les dejan en cierto estado de postración y atonía. Como espíritus perdidos de un Comala imaginario, aunque el padre Pantoja es mucho más directo: “Estos hombres y mujeres solo querían un futuro mejor, y cuando llegan, vienen con una psicología de guerra”. En un estado de miedo permanente. Su viaje dejó de ser ilusionante nada más entrar en México, cuando los primeros ladrones les asaltaron, cuando los agentes de policía les extorsionaron, cuando los narcos les secuestraron. Pantoja insiste en que la Iglesia debería cambiar su teología o sus pastorales para entender y sancionar lo que llama “las fallas morales de los emigrantes”. Para ser más comprensiva con ellos. Porque muchos de ellos tienen que mentir, engañar o esconderse para salvar sus vidas. Olvidarse de sus principios morales para seguir vivos. Como dice Dimas: “Yo sé que me rifo la vida, pero no soporto que mi familia siga pasando hambre en Honduras. Que mis hermanas no tengan qué comer. Por eso me pongo acá en manos de los más peligrosos del mundo. México está en guerra”.
Jon Sistiaga
El País Semanal, 04.03.2012
Una familia completa cruza el Río Bravo |
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