No se sabe ya quiénes son más peligrosos, si los cínicos que jalean, promueven y protegen los acosos rojipardos contra políticos electos del partido del Gobierno, o unos responsables del Gobierno y del partido agredido que hacen todos los días alarde de pensamiento débil. Lo que está claro es que juntos, unos y otros, nos pueden generar esa mezcla explosiva que les suministre a los peores radicales de este país la primera sangre derramada en la calle por enfrentamiento entre ciudadanos de diferentes opciones políticas. Esa pesadilla no la sufrimos ni siquiera en los momentos más oscuros e inestables de la transición. Y fue porque todos los partidos democráticos estaban obsesionados con cumplir la ley y distanciarse con rotundidad de todos aquellos que la violaban. Ya no es el caso. Las acciones violentas que se han extendido por todo el territorio nacional cuentan con el apoyo o al menos la «comprensión» de la izquierda. Que no ha condenado, más allá de alguna honrosa excepción individual, como la de Felipe González, los violentos acosos contra políticos del PP.
Hasta aquí hemos llegado por la senda de relativizar, forzar o violar las leyes en aras de causas supuestamente superiores en moralidad y bondad. Esta senda la abrió el anterior presidente del Gobierno, en su delirante e insensata ofensiva para cambiar el régimen constitucional español. Pactó con todos los violadores de la ley, desde ERC hasta ETA, y abrió este camino de descomposición legal e inseguridad jurídica que no sabemos adónde nos puede llevar. Sí podemos estar seguros de que, si no reaccionamos y se le pone coto pronto, a nada bueno. Es receta de violencia y dolor. Ahora ya están en la calle quienes desprecian las leyes y desafían al monopolio estatal de la violencia. Quieren destruir las instituciones y ven en su debilidad la oportunidad esperada. Enfrente tiene un Estado que parece inerme. Quienes sabemos que nuestro Estado democrático y de Derecho tiene todas las armas necesarias para hacer frente a los agresores, desesperamos ante la indecisión, confusión y evidente falta de carácter de los gobernantes. Así hemos llegado aquí. Puede que estemos en el umbral de ese escenario de violencia callejera que anhelan algunos. Ayer por primera vez se supo de una medida administrativa contra uno de los comandos de coacción de amedrentamiento que circulan hasta ahora con total impunidad por las ciudades grandes y pequeñas de España. Esperemos que no salga el ministro del Interior a desmentir toda medida sancionadora.
Muchos españoles habían depositado enormes esperanzas en un nuevo Gobierno con mayoría absoluta, objetivos muy claros y que habría sido capaz de hacer muchas cosas bien, sólo con deshacer felonías de sus antecesores. Ya han pasado los tiempos de la estupefacción de comprobar que el Gobierno Rajoy emula en lo peor a Zapatero y su tropa. Ahora ya se mezcla la indignación por los errores y los incumplimientos con el miedo a que su falta de iniciativa, creatividad y energía, se plasme en la dejación de su primera obligación de preservar el orden público. Sin convivencia pacífica y respeto a la ley, sin seguridad, todo deja de tener importancia. La pasividad oficial y la impunidad de los agresores provoca reacciones de miedo y necesidades de autodefensa. No sólo de políticos del PP a los que se puede callar con sanciones grotescas por decir lo obvio y decente: que si uno ve amenazada a su familia se defenderá. Todas las dificultades y estrecheces en esta crítica situación política y económica pueden ser asumibles. Menos el hecho de que quienes violan la ley, ofenden, agreden y no cumplen decidan siempre y en todo la agenda en España.
Hermann Tertsch / ABC
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