Aunque, si hablamos de tamaño, los más grandes pecios del naufragio de Detroit proceden, cómo no, de su industria. Grandiosa, ciclópea, faraónica… todos los adjetivos se quedan cortos para describir la ruina durmiente de la Packard Plant, quizá una de las fábricas abandonadas más fabulosas del mundo. Bautizada inicialmente como Motor City Industrial Park, este complejo de producción de automóviles es otro El Dorado para cualquier fotógrafo ávido de sensaciones postarquitectónicas fuertes, cuya inmensa desolación bien puede rivalizar con los ceremoniosos despojos industriales y militares de la extinta URSS. Lo que allí se encuentra el fotógrafo no desmerece de la escenografía de películas o videojuegos: un laberinto de edificios rectangulares, callejones, túneles y explanadas alfombradas por escombros, árboles secos y arbustos sin vida. Todo metal y vidrio ha sido retirado para el reciclaje; edificios enteros se han visto reducidos a los meros huesos. Cuesta creer que hubo un día en que aquello bullía de actividad, en que allí se gestaba la prosperidad o al menos la existencia medianamente cómoda de tanta gente. El inmenso cascarón vacío del complejo se erige ahora como una broma de mal gusto; tan grande, que su abandono resulta insultante. Como curiosidad, la inmensa planta no está completamente vacía, sino que tiene un inquilino fijo: Allan Hill, antiguo homeless, desheredado del sistema que convirtió una de las naves del lugar en un espacio habitable. El viejo y solitario Hill ya no posee todos sus dientes pero se las ha arreglado para disponer de electricidad, agua e incluso Internet. Un ejemplo de supervivencia y dignidad por parte de un hombre rechazado por el sistema, que ahora habla de ese mismo sistema con calmo escepticismo.
Igualmente imponentes son los restos mortales del complejo River Rouge de la Ford: el interior de sus plantas de producción se antoja hoy un túnel que lleva a ninguna parte, un armazón de metal y cemento expuesto a la herrumbre, como si la torre Eiffel hubiese muerto de vieja, hubiese caído sobre su costado y descansara ahora en horizontal completamente desprovista de su antiguo señorío. Pero no solamente servicios, comercios e industrias han fenecido en Detroit. También barrios residenciales enteros han sucumbido como en una epidemia. Una ingente cantidad de viviendas han sido demolidas, otras incendiadas y otras muchas yacen en silencio, desbaratadas por el tiempo, que lo desmorona todo con una rapidez inesperada. En ciertas localizaciones, la retirada de todos los servicios municipales básicos ha agravado la diáspora y ha producido fenómenos chocantes como el de las viviendas en relativo buen estado que se venden por un dólar, para el que quiera establecerse en mitad de la zona cero… aunque por descontado nadie quiere habitar donde no hay ni luz, ni agua, ni seguridad, ni comercios donde adquirir productos básicos de consumo. En otros barrios con mejor suerte, las casas aún habitadas conviven con los solares vacíos, a los que a veces se les encuentra un uso peculiar: la ciudad puede presumir de contar con auténticos campos de maíz en algunas calles del centro, donde los vecinos han decidido emplear la tierra vacía como huerto particular.
E.J. Rodríguez / Jot Down
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