Estaremos todos de acuerdo en que Julio Verne no es un gran escritor, un artista inmortal. El artista inmortal debe legar algo de su peculiar talento al arte que eligió practicar, alterando para siempre su decurso en alguna exquisita medida, hacia algún caprichoso meandro. Verne no inventó el estilo indirecto libre ni el monólogo interior, ni perfeccionó el perspectivismo psicológico, ni domeñó un estilo propio y brillante, ni dotó a sus historias de hondas repercusiones morales, ni armó un mundo vasto y sutilmente interconectado, ni modeló un personaje arquetípico que antes no existiera y que después continuara sirviendo de significativo espejo a los hombres o mujeres que leen para entender lo que les pasa. Las novelas de Verne no enriquecieron la historia de la literatura. Pero sí la de la ficción. Y mucho.
Si aceptamos la dicotomía fundamental de Pla, hay una literatura de observación y otra de imaginación. La primera se dirige a la realidad y asume modestamente su límite descriptivo, aunque Pla consideraba esa modestia la más ardua brida, el entrenamiento más exigente, el mérito más artístico al que podía aspirar la mentirosa vanidad del escritor, y tenía razón. La segunda abre su campo ingente a temperamentos fantasiosos, de poco escrúpulo y mucho hartazgo de este mundo que se les queda irreparablemente pequeño. Estas personas, estos escritores, no tienen tiempo –ni capacidad- para el adorno del arabesco ni el calado de la perspectiva: les arde la pluma en la mano imaginando no lo que no ha pasado pero podría pasar, que es la definición aristotélica –realista- de literatura, sino lo que jamás podría pasar de ningún modo, y qué importa. Saben sin embargo que la literatura de evasión no lo justifica todo en la mente calenturienta del creador, porque para evadirse hace falta que el lector se reconozca en ciertos tipos y caracteres, así como debe tender con facilidad las analogías necesarias entre El País de Nunca Jamás y el suyo propio, o la ficción no funcionará.
No nos referimos ahora a la capacidad alegórica de Kafka cuando idea la peripecia disparatada –y sin embargo creíble, horriblemente real para muchas personas del siglo XX- de un comerciante de telas de 23 años que amanece convertido en insecto y es despreciado –justamente porque es creído- por sus padres y por su hermana. Hay una verosimilitud en La metamorfosis, un pacto de lectura que evita que el lector cierre el libro al concluir la primera página exclamando con cerrilidad empirista: “Ningún hombre se convierte en cucaracha, no me lo creo”. El lector sabe que el autor quiere decirle algo a condición de que asuma lo inasumible, y sigue leyendo, y acaba descubriendo -vaya si lo acaba descubriendo- que Kafka dice la pura verdad. Pero eso es porque Kafka no es un escritor fantástico, sino un realista alegórico y un psicólogo puntilloso. De hecho los intentos alegóricos de los escritores de pura imaginación, como el señor Tolkien, suelen acusar una pobreza de detalles alarmante: el bosque queda muy aparente, pero como te fijes en un solo árbol se descoyunta el cuadro entero ante tus ojos.
Jorge Bustos / Jot Down
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