Llegó 1990 y las pantallas españolas —que no eran tantas— se llenaron de cartas de ajustes como preparando una guerra o una invasión galáctica. Era el momento esperado desde años atrás, el de la televisión privada. No hacía tanto tiempo, los programas eran en blanco y negro, a la segunda cadena de TVE se le llamaba “el UHF” y por las mañanas no había nada, absolutamente nada, ni siquiera el tupé rebelde de Jesús Hermida, su tono monocorde y su multitud de jóvenes talentos que asolaron la siguiente década como una plaga de langostas.
Como aún no estábamos preparados para tantas emociones, la inmersión en el nuevo universo televisivo fue lento, muy lento, apenas dos canales en abierto y otro que no acababa de definirse entre las rayas horizontales y las chicas guapas de los 40. Con todo, la impresión fue tan fuerte que tuvieron que pasar otros 15 años antes de que aparecieran Cuatro o La Sexta y casi 20 para que se asentara una televisión digital terrestre con suficientes canales como para que uno pueda decidir dónde le adivinan el futuro sin imposiciones.
Al fin y al cabo, la libertad era esto, elegir entre Sandro Rey y Silvia Raposo.
Llegó 1990, decía, y todos nos volvimos más idiotas. No fue culpa de nadie, solo nuestra. Supongo que necesitábamos un punto de idiotez banal después de unos 80 tan intensos, tan estrictos moralmente, con Lolo Rico enseñándote Educación para la Ciudadanía ya a los diez años, cada sábado por la mañana, mientras desayunabas. Los noventa fue, en general, una década estúpida, y tenemos que vivir con ello porque para muchos fue nuestra década y marcó nuestra estética posterior.
Ya está bien de Uri Gellers y de Naranjitos. En serio. Demos un paso más hacia el borde del abismo sin necesidad de entrar en sus profundidades: no vamos a pararnos en la sucesión de Mamachichos y Chicas Chin Chin de Telecinco, ni en Jesús Gil y su jacuzzi ni en las toneladas de caspa que caían en cada programa de Antena 3 TV, con Luis Herrero presentando los telediarios y Alfredo Amestoy como paradigma del humor patrio. No es necesario ahondar tanto, sería vulgar, pero este artículo no es un intento de salvar una década sin salvación, condenada a vivir entre la burbuja ética de los 80 y la burbuja económica de los 2000. Una década triste, de ojos azules y escopetas en el pecho.
Una década y un país cuya televisión tuvo muchos más de quince momentos estelares, pero volver a Francisco Umbral y su libro sería de un aburrimiento enorme. Estos son mis quince impactos televisivos. Si no les gustan, como diría Groucho, tengo otros quince o treinta.
Guillermo Ortiz/ Jot Down
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