Entre las cuatro paredes de chapa de aglomerado ha quedado fijada para siempre la historia de un hombre sabio y heterodoxo, dispuesto incluso a oír a quienes nunca condenarán su asesinato («¡Gritad más, que mientras gritáis no mataréis», les espetó, durante un mitin en Donostia en apoyo a su amigo Odón Elorza, en plena tregua). Allí, en su despacho, entre universitarios a los que tutelaba, vivió sus últimas horas. Imposible, si nadie te guía, encontrar entre tantas pertenencias un objeto que aluda a su etapa de ministro de Sanidad y Consumo (1982-1986) en el primer Gobierno socialista. Pero lo hay, y cuelga de una pared.
Se trata de una fotografía autografiada del Nobel de Medicina Santiago Ramón y Cajal, fechada el 1 de mayo de 1922, que Lluch se trajo de su paso por Madrid. Al retrato le acompaña un párrafo sobre el problema de España: «Urge, en efecto, si queremos incorporarnos a los pueblos civilizados...». Casi un siglo después de que aquellas palabras fueran escritas, otra fotografía nos revela que aún hay quienes se niegan a sumarse a la civilización. Es la imagen sencilla, rotunda, de una ausencia definitiva: un póster, que simboliza la Euskadi de donde Lluch quiso ser vecino; una bufanda, muestra de un inequívoco catalanismo culé, y una rebeca, que resume una vida entregada a la docencia y la investigación.
Por todo eso, y por elevar la voz contra la sinrazón, le mataron de dos tiros a bocajarro. Fue el martes, pasadas las nueve de la noche. «Estoy cansado, me voy a casa», le dijo a la mayor de sus tres hijas, Rosa, profesora desde septiembre en la misma Facultad. El día había sido largo.
Ernest Lluch clausuró la víspera, el lunes, con una tertulia sobre el Barça en la emisora de La Vanguardia (Rac-1). Dormía poco. Madrugó el martes para hacer oír su voz en el País Vasco a través de Radio Euskadi. Parecía un día cualquiera, pero serían las últimas horas con Ernest.
Ildefonso Olmedo
El Mundo,26 de noviembre del 2000
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