Después de una larga reunión con el catedrático emérito Jordi Nadal, Lluch abandonó por unas horas el despacho para comer con la mayor de sus hijas, Rosa. Juntos fueron a pie hasta el restaurante Sal i pebre (Sal y pimienta). El día anterior, el ex ministro bajó solo al comedor de la Facultad. «Era de los pocos catedráticos que regularmente come en el bar», dicen tres alumnos a los que un día invitó a cenar, y a los que contó con erudición el origen castellano de la palabra Donostia. Ahora les asalta, con lágrimas en los ojos, la imagen del profesor con apariencia de sabio despistado que encontraron con una maceta en la mano por los pasillos. «Sin preámbulos empezó a contarnos», relatan, «que la planta se estaba secando en su despacho, que iba a llevarla a la terraza para que le diera el sol... Se quemó».
Al regresar del restaurante, a las cuatro de la tarde, Lluch volvió a reunirse con su ayudante Elsa Bolado. La tarde se prestaba para la confidencia. Le habló de varios libros que tenía que prologar, y especialmente de uno que le intranquilizaba. Era, explicó el tutor a Bolado, del análisis que un sociólogo vasco había realizado sobre el tratamiento informativo que los periódicos (desde el Gara a La Razón) dieron a la tregua. El autor, con quien Lluch habló por teléfono esa misma tarde, dudaba si ahora era el momento de publicarlo. Había demasiados periodistas, le dijo, en la diana. «Lluch me comentó que le daba miedo tanto odio», recuerda la joven discípula.
No era la primera vez que él hablaba a sus compañeros de docencia «del problema de mi querida tierra vasca». Ernest, ni mucho menos, se sentía ajeno. «Estoy en el punto de mira, lo sé», dijo a sus más allegados. Incluso a su familia le habló de cómo debían actuar si le mataban. Sus buenos propósitos de diálogo para la resolución del conflicto no eran garantía ninguna contra las balas etarras. Ni haber asistido a un polémico homenaje en Irún a Lluís Companys (presidente de la Generalitat republicana fusilado en 1940) junto a representantes de EH, o a la conferencia que Otegi pronunció en febrero de 1999 en Barcelona. No tenía más que acordarse de su buen amigo Juan Mari Jáuregui, ex Gobernador Civil de Guipúzcoa. Ahora se sabe que intentaba contactar con Josu Ternera cuando fue asesinado, el 29 de julio en Tolosa.
«La muerte de Juan Mari», escribió Lluch en un artículo en La Vanguardia, «hace que me estremezca con un acento especial: ha muerto alguien por pensar exactamente lo que yo pienso». Aunque -como dice su maestro Fabián Estapé- Ernest Lluch «iba por la vida sin escolta mental», también estaba preparado para lo peor: «Cuando como en restaurantes, siempre me siendo junto a la pared, de cara a la puerta, porque si alguna vez vienen a por mí al menos quiero verles la cara».
Su último veraneo en San Sebastián fue arriesgado. Siempre que salía lo hacía con guardaespaldas prestados por alguno de sus amigos (las más de las veces, Odón Elorza, el alcalde). Hasta acercarse a la playa de La Concha, le advirtieron, era peligroso. Y a él, costero de nacimiento, le cautivaba el mar. Por eso, en su diminuto apartamento sin vistas, colocó en el exterior de la cocina un espejo retrovisor que le reflejaba el movimiento de las olas.
Ildefonso Olmedo
El Mundo,26 de noviembre del 2000
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