domingo, 23 de junio de 2013

0 Prozac para un muerto

En este artículo no caben más spoilers
Tony sonríe mirando a los patos de la piscina mientras prende el fuego de una barbacoa. Suena el aria 'Chi'll bel sogno di Doretta de La Rondine' de Puccini, en la que la protagonista aspira al amor verdadero; Tony se limita a aspirar suavemente el humo de un puro. Sigue con la mirada sus venerados patos, que de pronto empiezan a volar como gallinas sobre el agua y terminan despegando del chalé hasta perderse en el horizonte. El mundo de Tony Soprano, asesino profesional, se tambalea a cámara lenta y termina estrellado en el jardín como un gigante al que clavasen una flecha en el talón. Su pequeño orden mantenido en equilibrio precario por el paisaje de unos patos ha quedado fulminado. Decide poner en riesgo su vida acudiendo a una psiquiatra a la que dice, asombrado: "¿Qué pasó con Gary Cooper? El tipo fuerte y silencioso. Era el estadounidense. No estaba en contacto con sus sentimientos. Sólo hacía lo que tenía que hacer. Lo que no sabían era que una vez que ponían a Gary Cooper en contacto con sus sentimientos, no podrían callarlo. Entonces es esta disfunción, y ésa, y vaffanculo".
Años después a esa piscina que abandonaron los patos regresa uno, su hijo, cargando una cuerda al cuello atada a un ladrillo que sostiene en las manos y una bolsa de plástico en la cabeza. Cuando la cámara se aleja parece un apicultor en trámites de divorcio. Se deja caer sin ninguna gana y forcejea patéticamente para librarse. Tony aparca su coche, entra en casa e invade militarmente la cocina para masticar lo primero que encuentra. Mientras roe unas sobras ve a través de la ventana a su hijo tratando de agarrarse al trampolín. Sale lentamente hacia allí movido por la curiosidad sin desprenderse de la comida hasta que comprende la magnitud operística de la tragedia y suelta su mejor 'What the fuck'. Imposible no recordar, pese al dramatismo, una de las mejores escenas de humor de la segunda temporada. Cuando Carmela le exige a Tony que se haga una vasectomía preocupada por su furor sexual lejos del matrimonio, el niño regordete anda por allí rompiendo algo. Tony, enervado por la discusión, se va de la cocina a los gritos mientras señala al pequeño: "¡Pero cómo me voy a hacer una vasectomía!".
Tony hace dos cosas extraordinarias por sus hijos. La primera, entrar como una estampida de bisontes en un restaurante para dejar al borde de la muerte con una paliza soberana a Coco Cogliano por haber asediado finamente a Meadow: "My fuckin' daughter", repite mientras le coloca la boca abierta en el borde de la mesa como un carnicero preparando las costillas. La segunda, acabar visitando a su hijo en el hospital tras el intento de suicidio. Caminando por el pasillo acompañado de una enfermera, gabardina larga y pasos cansados bajo la música de una nana italiana, el chico se cruza con él; los dos se dirigen unas palabras y echan a andar con una puerta acristalada cerrándose y la mano de oso de Tony posándose sobre los hombros del adolescente deprimido.
Hay en esas dos entradas, la del restaurante y la del hospital, dos formas puras de amor. Sin la primera, destructiva y amoral, no existiría la segunda. Esa complejidad súbita y explosiva de Tony Soprano (se aparta un diente de Coco del abrigo mientras conferencia en el despacho de un profesor) es obra de James Gandolfini, el genio de la interpretación que comparte la gloria de 'Los Soprano' con David Chase y unos protagonistas en estado de gracia (tremendas Lorraine Braco y Edie Falco; increíble el esfuerzo de los guionistas, contenido a duras penas, para que en seis temporadas Tony y la doctora no echen un miserable polvo). Gandolfini compuso en su personaje unos rictus que son pequeñas obras de arte. Van desde la crispación hasta una paz que siempre consiguió que intuyésemos amenazada; mi preferido es el gesto feroz de media sonrisa, esa distancia que pone entre el espectador y él para que no sepamos si está de acuerdo con esa sonrisa o solamente es su gesto más espléndido de desagrado antes de emprenderla a tiros. Una media sonrisa de compromiso, fastidiada, casi siempre al escuchar alguna gracia de sus soldados pelotas –inmejorable el gesto cuando deviene en horror al comprobar que le ríen exagerademente un chiste tonto- o una media sonrisa que se queda sin llegar a la sonrisa porque de pronto, en ese buen humor, le asedia una nube negra.
A los Soprano les separa de los Corleone un rigor estético y la irrupción institucionalizada de los últimos como Estado dentro del Estado, con acceso a senadores e influencia política de calibre. Se subraya esto como síntoma de precariedad y hasta parodia por parte de los de New Jersey y su indómita manía en reunirse en tenderetes cutres vestidos de chándal, como el inigualable Paulie Gaultieri, al que la 'i' final de su apellido le condenó a vestir una sencilla camiseta interior blanca abanderado. Pero hay un estilo gozoso en esa banda de mafiosos: el que supone la exaltación hedonista y pragmática de su líder contagiada a los demás. ¡Hasta uno de sus capos deja el negocio y se va a vivir con un camarero para cocinarle pasta en mandilón! Acuciados por sus pasiones, que incluyen juego, drogas y violencia en dosis masivas, Tony representa acaso la más fundamental: comer, beber y acostarse con señoras de toda condición sin reparar en el número de extremidades.
A Gandolfini más que el personaje lo que le quedaba bien era la barriga, el boxer y la bata. Lo que Gandolfini aplica con Tony es una filosofía de vida cada vez más en desuso y que, sin embargo, supone el lujo más elevado: poder situarse uno socialmente y sin embargo no renunciar al quinqui. Tony Soprano en tanto que gangster es un quinqui. Un quinqui que pudiendo vestir un armani y comportarse como un caballero sale en guayabera y corre por la calle para apalizar a un señor es una forma depuradísima de quinqui: un sofisticado, casi un pijo en su esplendor barriobajero. De alguna manera Soprano representa una clase social excesiva: la que no arruina sus principios extravagantes ni se deja embaucar por la burguesía que lo agasaja hipócritamente como representante exangüe de una raza en decadencia; quieren saber los señoritos, jugando al golf, si su vida la escribió Mario Puzo.
Soprano sabe que la fiesta siempre está abajo, en las pensioncillas con rusas, en los casinos, en las timbas en pisos ahumados, en la comida rápida y las cucharadas al helado, en borracheras de amigos que acaban a puñetazos, en las rayas coquetas con la novia de su primo, en el amor irracional a los animales y el desprecio indiscriminado a los hombres. Abjura de la impostura, porque oficialmente es un basurero y popularmente un mafioso que se ve obligado a reconocer su condición entre dientes a su hija mientras ella, cándida, le dice que le gustaría que fuese como el señor Scangarelo, "el directivo de una tabacalera". Podría querer ser otra cosa como el desgraciado Tony Montana que interrumpe a gritos una cena en un restaurante de lujo para decir, impotente, que todos están tan pringados como él. Que al poner a Christopher Moltisanti como hombre de negocios en una agencia para vender a ancianos incautos acciones infladas con el objeto de estafarlos no está sino adelantando perversamente el escándalo de las preferentes. Y sin embargo renuncia a disquisiciones morales y a gestar una pantalla social que lo presente siquiera como benefactor, no digamos ya con respetabilidad cristiana como demandaba, patilla de gafas mediante, Michael Corleone. La vida de Tony Soprano como metáfora de la mujer ideal de Montanelli: "Alta, flaca, vestida de terciopelo negro, con un largo, blanquísimo cuello de cisne. Los ojos azules. Los cabellos de oro. Infinitamente dulce, aérea, alegre. ¡Ah, si encontrase una criatura semejante...! Cada noche la acompañaría a su cuarto, la desnudaría y la metería en el lecho cubriéndolo de rosas. Y correría al burdel en busca de una puta gorda, desinhibida y vulgar".
Vi la última temporada de Los Soprano velando a mi hijo enfermo en un hospital. Todas las noches, a las doce en punto, me sentaba en una silla al lado de su cuna, justo detrás del monitor cardíaco, para ver episodios hasta que amanecía y mi mujer me relevaba. Acompasé la decadencia continua de la familia Soprano y el reguero de cadáveres que dejaba a su paso (Tony siempre mató mejor a los suyos) a los pitidos de la máquina cuando el bebé se agitaba. El trastorno de aquella doble vida me obligaba a comer bollería toda la noche para poder pasearme por los pasillos con la barriga hinchada y la bata abierta buscando en el suelo un periódico que nunca aparecía, porque de algún modo, como periodista, sabía que el verdadero acto antisistema y subversivo de Tony Soprano era estar suscrito a un diario de papel, si bien dejó de recogerlo hace diez años; el final, abierto, tampoco nos dejó claro qué ocurría con el futuro de la prensa. Sólo cuando acabé la serie nos dieron el alta; ni una noche más. Como quiera que veía cierta lógica mafiosa empecé a pensar si no estaría yo volviéndome loco como Tony en su habitación, encerrado, creyéndose ligando en un jardín con Maria Grazia Cucinotta.
Meses más tarde, repasando la serie como si fuesen apuntes de Derecho Natural, supe que una de las lecciones fundamentales de 'Los Soprano' sobreviene cuando en una fiesta Pussy Bonpensiero se encierra en el cuarto de baño y decide seguir adelante con su traición y entregarse al FBI. Él, dentro de la casa, en apenas unos metros cuadrados, sale fuera de la familia y cava su muerte; sentado en las escalinatas del exterior, atormentado, Moltisanti decide continuar dentro y cavar la suya. En las grandes obras de la mafia todo el mundo, tarde o temprano, termina con una pala en el desierto haciéndose un agujero a medida.
James Gandolfini era actor. Murió a los 51 años comiendo langostinos fritos con mayonesa y salsa chile acompañados de ron, cerveza y piña colada en Roma antes de dirigirse a Sicilia. Atiborrado y espléndido, joven y magnífico, convertido en mito de la cultura popular, murió de un ataque al corazón tras cenar como un Soprano. Las deconstrucciones y emulsiones no dejan cadáveres, por eso algunos, aunque las disfrutemos, sospechamos de ellas.
Manuel Jabois / El Mundo

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