Los partidos mayoritarios se muestran renuentes a utilizar la corrupción como ariete. No hay una verdadera voluntad de transparentarla, ni siquiera la que desgastaría al adversario. Es un tipo de inhibición que nos recuerda el acrónimo de la Guerra Fría: D.M.A. (Destrucción Mutua Asegurada). La partitocracia percibe que la corrupción es un problema endogámico que los dañará a todos si se apodera del debate parlamentario. Y por ello apenas conviene distraer a la iracunda opinión pública con un paripé de promesas orgánicas pensadas para no ser cumplidas jamás. He necesitado un párrafo entero para decir que el españolísimo «¡Y tú más!» bloquea cualquier intento serio de inspección ética.
Esto explica lo flojo que Rubalcaba estuvo en la sesión de control, aun disponiendo de Bárcenas para hacer sangre. El líder socialista agotó casi todo su tiempo en una primera intervención hipotensa, casi susurrada, en la que una oferta genérica de diálogo para combatir la desafección popular sustituyó la Catilinaria acerca de la corrupción que todos esperábamos. En su segunda intervención, aprovechó los escasos 19 segundos que le quedaban para encabritarse de pronto de un modo sobreactuado, como si quisiera dejar para los telediarios al menos un corte ínfimo de indignación. Pero no se le notó especialmente escandalizado, ni siquiera cuando aconsejó «contundencia» a Rajoy y agregó que el PP, a diferencia del PSOE con sus propias ilegalidades, siempre «se ha ido de rositas».
Rajoy le agradeció el consejo y le recomendó que se lo aplicara también. Ése es el nivel. El presidente ha descubierto que aburrir a la gente es como cubrir una hoguera con una manta ignífuga. En vez de abordar con brío las sospechas de corrupción para desactivarlas, sencillamente las ignoró. Y, en un tono de contestador automático, recurrió a su letanía de medidas económicas -emprendedores, competitividad, inversiones…-, dispuesto a aburrir con ellas hasta que se agotara el tiempo de réplica o hasta que se desvanecieran los presentes, lo que ocurriera primero. Que vayan desengañándose quienes tuvieran la esperanza de que el Parlamento español albergara algún día un vibrante debate sobre corrupción política con el que se hiciera catarsis. Antes convocarán sus señorías un concurso de imitación de animales de granja.
La defensa que Gallardón hizo de su indulto al ya célebre conductor homicida tampoco llevó el Estado a nuevas cotas de honorabilidad. La mañana terminó de ponerse deprimente por su culpa. Primero se dio el gustazo de aplastar a la diputada de Amaiur Maite Ariztegui, que trató de ocupar el insólito papel de censor moral del Parlamento. Gallardón le clavó varias veces la palabra «putrefacto», en referencia a su cercanía histórica a ETA. Pero luego, a preguntas muy pertinentes del socialista Joaquín Puig, no logró convencer a nadie de que su indulto no merece ser calificado con ese mismo adjetivo, putrefacto. Hizo suyos los argumentos de la defensa invalidados por el tribunal, como si su poder fuera alterar los juicios cuyo desenlace no es el conveniente. Hasta negó conocer el bufete en el que trabaja su hijo. Pestilente.
David Gistau / El Mundo
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