El ministro Gallardón estuvo ayer en el Congreso defendiendo un indulto. Suave derrota la suya; no por lo que dijo, sino por tener que decirlo. El indulto es una gracia con la que el Gobierno expresa su fuerza. Ese mecanismo funciona en las entrañas del Estado con la opacidad de un servicio secreto benigno destinado a actuar en razones de equidad, oportunidad y conveniencia pública; características que, como el chiste («yo tomo las decisiones importantes y mi mujer decide cuáles son importantes»), se someten a capricho. Ha habido capítulos tremendos. Un día Acebes indultó a más de 1.000 personas con la excusa del año jacobeo y todas las Semanas Santas las cofradías proponen nombres y el Gobierno accede; es una venganza soberbia de la escena de Pilatos con dos presos a cada lado y el pueblo salvando a uno, esta vez aconsejado por Dios. En pocas ocasiones se resuelve más crudamente el poder de una persona sobre otra: la capacidad de ahorrar diez años de cárcel. Y aún más: decidir no hacerlo. Entre tantos indultados españoles los hay socialmente aceptados como justos -justicia después de la Justicia, con el corazón entogado- pero a la luz salen los contrastes. De ahí que Gallardón diga que Zapatero también indultó a un conductor, que habrá que ver si es el mismo. Lo peor de las decisiones arbitrarias son las razones. El indulto no tolera porqués. Pero la democracia es un sistema que garantiza una explicación. Democracia no es que te despierten a las cinco y saber que es el lechero, sino que el lechero te explique por qué no se limita a dejar la botella en la puerta. El indulto no acepta argumentarios. Por eso del discurso de Gallardón, con su prosa técnica y acerados formalismos, se podía atisbar la única respuesta a la pregunta de por qué un indulto: «Porque me sale a mí de los cojones».
Manuel Jabois
El Mundo
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