Vino la noche del gran concierto. La señora Kearney, con su esposo y su hija, llegó a las Antiguas Salas de Concierto tres cuartos de hora antes de la señalada para comenzar. Tocó la mala suerte que llovía. La señora Kearney dejó las ropas y las partituras de su hija al cuidado de su marido y recorrió todo el edificio buscando al señor Holohan y al señor Fitzpatrick. No pudo encontrar a ninguno de los dos. Les preguntó a los ujieres si había algún miembro del comité en el público, y, después de mucho trabajo, un ujier se apareció con una mujercita llamada la señorita Beirne, a quien la señora Kearney explicó que quería ver a uno de los secretarios. La señorita Beirne los esperaba de un momento a otro y le preguntó si podía hacer algo por ella. La señora Kearney escrutó a aquella mujercita que tenía una doble expresión de confianza en el prójimo y de entusiasmo atornillada a su cara, y le respondió: -¡No, gracias! La mujercita esperaba que hicieran una buena entrada. Miró la lluvia hasta que la melancolía de la calle mojada borró el entusiasmo y la confianza de sus facciones torcidas. Luego exhaló un suspirito y dijo: -¡Ah, bueno, se hizo lo que se pudo, como usted sabe! La señora Kearney tuvo que regresar al camerino. Llegaban los artistas. El bajo y el segundo tenor ya estaban allí. El bajo, el señor Duggan, era un hombre joven y esbelto, con un bigote negro regado. Era hijo del portero de unas oficinas, del centro, y, de niño, había cantado sostenidas notas bajas por los resonantes corredores. De tan humildes auspicios se había educado a sí mismo para convertirse en un artista de primera fila. Había cantado en la ópera. Una noche, cuando un artista operático se enfermó, había interpretado el rol del rey en Maritana, en el Queen's Theatre. Cantó con mucho sentimiento y volumen y fue muy bien acogido por la galería; pero, desgraciadamente, echó a perder la buena impresión inicial al sonarse la nariz en un guante, una o dos veces, de distraído que era. Modesto, hablaba poco. Decía ustéi pero tan bajo que pasaba inadvertido y por cuidarse la voz no bebía nada más fuerte que leche. El señor Bell, el segundo tenor, era un hombrecito rubio que competía todos los años por los premios de Feis Ceoil. A la cuarta intentona ganó una medalla de bronce. Nervioso en extremo y en extremo envidioso de otros tenores, cubría su envidia nerviosa con una simpatía desbordante. Era dado a dejar saber a otras personas la viacrucis que significaba un concierto. Por eso cuando vio al señor Duggan se le acercó a preguntarle: -¿Estás tú también en el programa? -Sí -respondió el señor Duggan. El señor Bell sonrió a su compañero de infortunios, extendió una mano y le dijo: -¡Chócala! |
martes, 18 de octubre de 2011
0 Una madre (V)
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