La periodista Julia Otero suele decir que no entiende cómo la misma persona que va a los toros luego puede abrazar a sus hijos con cariño. No te cuento si el que va a los toros es para matarlos. Tan sorprendente, ¿no?, como enterarse de que en los einsatzgruppen de las SS había exquisitos melómanos y doctores en filosofía que al terminar la matanza se invitaban a té. Estaríamos ante un estereotipo que deshumaniza al taurino hasta el punto de considerarle incapaz de sentir amor por sus propios hijos, como si lo lógico fuera que les infligiera el mismo trato que el del toro recién aplaudido en la plaza, corte de orejas incluido. Total, se empieza comprando una entrada para los toros y, por pura inercia degenerativa, se acaba practicando la antropofagia con escolares robados en el parque e incluso votando al PP.
Admito el matiz demagógico si ahora propongo a la señora Otero sorprenderse aún más con el rasgo de humanidad de un taurino de acuerdo a la siguiente información: según testimonios, el toreroPadilla, mientras era transportado en volandas con la cara destruida y el ojo fuera de su órbita, además de «¡No veo!», dijo «¡Mis niños, mis niños...!». El relato obliga a sospechar que, en ocasiones, Padilla puede incluso haber sido capaz de abrazarlos, aun dedicándose profesionalmente a matar toros. ¿Resulta que el monstruo toca el piano?
La escalofriante cogida de Juan José Padilla ha vuelto a destapar un fenómeno del cual Julia Otero por supuesto no es culpable, pero que sí perfecciona con maldad, con sorna cruel, su aberrante estereotipo. El torero tan definitivamente cosificado que su desgracia se festeja como una revancha del toro. Los animales hablan, como nos enseñó Disney, y preguntan por su mamá.[...]
Es obvio que las cosas están ahora peor, cuando se hace necesario vindicar al hombre [...] Que sí. Que abrazan a sus hijos. Y si les pinchas, sangran. Y no merecen ser víctimas de una inversión de valores tan delirante como para que su vida no valga la de una vaca.
David Gistau
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