En la otra esquina del cuarto estaban la señora Kearney y su marido, el señor Bell, la señorita Healy y la joven que recitó los versos patrióticos. La señora Kearney decía que el comité la había tratado escandalosamente. No había reparado ella ni en dificultades ni en gastos y así era como le pagaban. Creían que tendrían que lidiar sólo con una muchacha y que, por lo tanto, podían tratarla a la patada. Pero les iba ella a mostrar lo equivocados que estaban. No se atreverían a tratarla así si ella fuera un hombre. Pero ella se encargaría de que respetaran los derechos de su hija: de ella no se burlaba nadie. Si no le pagaban hasta el último penique iba a tocar a rebato en Dublín. Claro que lo sentía por los artistas. Pero ¿qué otra cosa podía ella hacer? Acudió al segundo tenor que dijo que no la habían tratado bien. Luego apeló a la señorita Healy. La señorita Healy quería unirse al otro bando, pero le disgustaba hacerlo porque era muy buena amiga de Kathleen y los Kearneys la habían invitado a su casa muchas veces. Tan pronto como terminó la primera parte, el señor Fitzpatrick y el señor Holohan se acercaron a la señora Kearney y le dijeron que las otras cuatro guineas le serían pagadas después que se reuniera el comité al martes siguiente y que, en caso de que su hija no tocara en la segunda parte, el comité daría el contrato por cancelado, y no pagaría un penique. -No he visto a ese tal comité -dijo la señora Kearney, furiosa-. Mi hija tiene su contrato. Cobrará cuatro libras con ocho en la mano o no pondrá un pie en el estrado. -Me sorprende usted, señora Kearney -dijo el señor Holohan-. Nunca creí que nos trataría usted así. -Y ¿de qué forma me han tratado ustedes a mí? -preguntó la señora Kearney. Su cara se veía ahogada por la rabia y parecía que iba a atacar a alguien físicamente. James Joyce |
domingo, 23 de octubre de 2011
0 Una madre (X)
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