jueves, 17 de noviembre de 2011

0 Josep Pla, Luis Calvo (I)

            Los idiomas castellano y catalán, y toda España, perdieron ayer al más esclarecido y fragante prosista contemporáneo, al mejor de los periodistas, al hombre más entero, sincero, noble y libre de los que consagran su vida a las letras, al vagabundeo fructífero por el ancho mundo, al observador y narrador incansable de la vida, del paisaje, de los hechos y las cosas que le presentaban la realidad externa y su propia realidad interior. Hemos perdido a un artista de la palabra, a un enamorado de la difícil tarea de escribir todos los días, propenso a la misantropía y arrimado a sus querencias ampurdanesas. Había nacido en Palafrugell (Pequeño Ampurdán) en 1896. “La totalidad de mi linaje es ampurdanesa”, decía.
            Era hombre de humor tímido y burlesco. En su “Cuaderno Gris”, escrito en catalán, a los veinte años de edad, cuando cursaba Derecho en la Universidad de Barcelona, apuntaba ya magistralmente su vocación literaria, que era aneja a su desapego universitario, y nos describía con garbo ingénito, su propia complexión. Más bien bajo que alto. Un poco aplastada la nariz (que le causaba rubor) por accidente de niño que jugaba a la cucaña y la ganaba. Ojos pequeñitos, “cerrados dentro de la rendija de una hucha”. En sus años maduros, cuando se reía con Julio Camba, de la República, en Madrid, la mirada de Pla nos inquietaba a los que le tratábamos. Eran ojos que cambiaban sin cesar de expresión y que se clavaban, como un aguijón, en los hombres y en las cosas de su entorno, con un punto de zumbona y versátil movilidad. Corto y sutil de palabras, y más tierno con las flores y los pájaros que con las personas. Sus cabellos tiraban a rubio y se iban haciendo castaños claros. Odiaba la petulancia. Sus labios gruesos, pero no sensuales, sonreían irónicamente cuando alguien manifestaba cualquier índole de ideas literarias o políticas. “Con una cara tan móvil –escribía- vale más no moverse de casa, abstraerse de todo contacto con la gente”. Se llamaba a sí mismo un “ruso del Mediterráneo”, porque tenía el rostro plano, con pómulos anchos y salidos, y el maxilar fuerte. “Tengo la cabeza gorda y la boca carnosa”. Sus opiniones eran parcas, redondas, contradictorias y atenidas siempre a un concepto práctico de la vida, concepto del hombre que había recorrido el mundo y vivía cómodamente asentado en su “mas” (masía) ampurdanesa, el vino o el “whisky” en la mano y un cigarrillo liado en la boca. Era templado en la vianda y en todo. “Las pasiones del amor van ligadas quizá, a una petulancia temperamental”
Luis Calvo
ABC,24-4-1981

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