domingo, 6 de noviembre de 2011

0 Cementerios civiles, J.L. Martín Descalzo (y III)

O recuerdo aquella otra terrible historia del siglo pasado cuando en un pueblecito extremeño, Fregenal de la Sierra, un conflicto entre autoridades eclesiásticas y civiles hizo que, durante años, permanecieran insepultos docenas de cadáveres.

Nos horrorizaremos el día que Jiménez Lozano publique la amplia documentación que sobre este tema está acumulando. Cuando conozcamos toda la barbarie de hombres que, sintiéndose cristianos, negaban a los otros esa tierra cristiana que es de todos. O la otra barbarie de los que se negaban a sepultarse en ella, como si con ello lograran demostrar la inexistencia de Dios o lanzaran un último escupitajo sobre una Iglesia que odiaban.

No hay signo más visible de las dos Españas que éste: ese macabro afán por lograr que nuestras excomuniones lleguen más allá de la misma muerte, esa cima del odio de quienes no podían ni compartir un pedazo de tierra en esa hora a la que todos llegaremos indefensos y asustados; ese sucio “apartheid” con el que tratamos de impedir que, incluso muertos, entren en nuestro cementerio quienes no pertenecían a nuestro propio corral ideológico.

Bastante dolorosa es la lucha que los hombres tenemos empeñada con la muerte para que la enturbiemos con gestos que sólo pueden ser calificados de ridículos. ¿Por qué habríamos los católicos de ser tan celosos de nuestra agua bendita como para negar la posibilidad –sentimental, si se quiere- de que unas gotas puedan caer en la tumba de alguien que “no era de los nuestros”?¿Y por qué alguien puede sentir que yo mancho su tumba si rezo cerca de ella una oración en la que creo?

España tiene en este momento que tirar muchas tapias. Nuestra historia reciente nos llenó el corazón de alambradas: el adversario se convertía en enemigo; el enemigo, en monstruo. Cada uno de nosotros tenía en exclusiva la verdad y la patria. Tender la mano o dialogar era un veneno. El que no aplaudía, nos insultaba; el que no comulgaba con nuestras ruedas de molino era un mal hermano y un mal español. Y el país se nos fue convirtiendo en un laberinto de corrales.

Es hora de que esas tapias se derriben. Y a mí me gustaría que empezásemos por las construidas “en el nombre de Dios”. Porque Dios es un abrazo, no una tapia.

J.L.Martín Descalzo
ABC,22/8/1976

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