Solía decir César, con esa pueril ternura que a veces disfrazaba de cinismo, que a él los muertos se le daban como a nadie. Es verdad. Todos los amigos que le hemos sobrevivido nos hemos perdido la más puntual de las necrológicas, el llanto más urgente y la palabra más desgarradora. «Tardará mucho tiempo en nacer, si es que nace», un plañidero tan rico en lamentos, tan pródigo de elogios como César, que echaba a correr enseguida, a través de la prisa de los periódicos, elásticas y calientes liebres en forma de elegía.
Su pluma -esa pluma de colegial, de recado de escribir, que trazaba letras desenlazadas y casi griegas, desplegadas en hileras de dóciles hormigas- es una herencia intransmisible, ni siquiera «mortis causa». Menos que nadie podría moverla yo, que tengo la mano torpe y desangelada. Pero hoy quisiera tener esa pluma entre los dedos y que él me llevara la mano con su mano, que ya será de hielo, para escribir en el pliego de firmas de su despedida funeral esas cosas que sólo él mismo podría haberse dicho.
Me gustaría decir de César, ahora que ya no puede oírme, las más dulces acusaciones, las más desconsoladas calumnias. Me gustaría apostrofar su cadáver con las injurias más tiernas, con los más lacerantes piropos y con los más divinos improperios. Me hubiese gustado echar sobre su tumba recién abierta un puñado de responsos inicuos y una bodeleriana brazada de flores del mal, hechas con cera y organdí, en un escenario cursi y cordialísimo. Decirle, por ejemplo, apresuradamente, no sé, pávido lirio, araña cristalina, cuervo de espuma, colibrí de barro. Llamarlo con descoyuntadas invocaciones: ¡Oh, momia de rocío! ¡Oh, llagado violín! ¡Oh, manso surtidor de cohetes! ¡Oh, insigne caracol del paraíso! ¡Oh, cometa corrupto! ¡Oh, César, César!
¡Oh, César! ¿Lo estás viendo? Se me va la cabeza detrás de los pájaros negros que acaban de traerme noticia de tu muerte y no acierto sino a decirte imprecaciones sin sangre y sin sentido, muertas como tú estás, inhumanas como tú nunca eres. Tú sabías abrirte el corazón bajo el chaleco a cuadros y derramarlo entero sobre tus muertos entrañables de artículo de urgencia, y quedarte de mármol, inesperadamente, al borde mismo de un epitafio balbuciente de amigo desolado, de esos amigos que llegan al cielo y de pronto, se quedan sin saber qué decir, y cuentan una anécdota inoportuna, trivial, conmovedora. Y entonces todos se ponen a llorar como si hasta ese momento no se hubiesen dado cuenta de nada, y los niños rezan jaculatorias azules sin saber por qué, y el sacristán contempla estupefacto cómo florecen en el hisopo oxidado ternísimas rosas increíbles.
Me han dicho que César se ha muerto rodeado de linotipias, que recogían sus últimos suspiros. Hasta el último aliento de sus pulmones ha servido para alimentar el latido del periódico. Ahora pienso que todos hemos sido siempre exigentes y crueles con él, que le hemos pedido, cada vez con más sed, palabras y palabras y más palabras, casi con la misma perentoriedad con que él pedía más dinero. Nos hemos aprovechado de él, pobre terco vendedor de humo, que se abrasaba vivo, medio muerto, para seguir humeando, hasta que llegó un momento en que el único testimonio de su existencia era esa diaria columna de humo desde la cual nos estaba diciendo, como siempre, que se moría, que se moría, que estaba empezando a acostumbrase a no vivir.
Yo he sorbido desde hace años ese humo que vendía César, y ahora, cuando ya sé que tendré que dejarme el vicio, pienso que nadie, ni siquiera Ramón, que es el padre de todos, ni los vivos ni los muertos, escribió el castellano con una desfachatez tan enternecedora, tan desternillante, tan inocente, tan perversa.
César tenía entrada libre en todos los corazones y en todas las cloacas, se paseaba en zapatillas por los pasillos interiores de las viejas actrices de voz de marfil, se colaba de rondón, con toda naturalidad, en los retretes privados de las Lolitas adolescentes y feroces, se daba una vuelta aburrida por las recámaras de los refinados, era visita íntima de los pecadores encallecidos, de los impuros, de los protectores de animales, de los abrasados, de esos seres celestes que lloran la huida de un canario o la pérdida de una sombrilla, de toda la canalla adorable y maldita. César tenía palco abierto a las alcobas de todos los vicios y había contemplado al través del ojo de la cerradura las mil y una noches de la comedia humana y la sala de los siete pecados capitales y el filme «cochon» de Sodoma y Gomorra, y después se extasiaba ya se embebecía en el claustro prohibido de los cipreses y las palomas. Luego, prorrumpía en primera persona del presente o del pretérito y hablaba de todo eso con desvergüenza misericordiosa de hermanita de la Caridad, y otras veces con los melindres y eufemismos de un tratante de blancas.
Nunca sabremos si César, cuando se confesaba con nosotros, que era siempre que no se le ocurría otra cosa de qué escribir, nos decía la mitad de su verdad o el doble de su mentira. Y nunca sabremos tampoco cuándo escamoteaba adrede el tintero del desdén para trocarlo con el de la maravilla, y ni siquiera podremos nunca adivinar hasta qué punto ejercía, con la máxima seriedad profesional, el oficio servil y sublime de reírse de todos nosotros, obligándonos a tenerle casi más desprecio que admiración.
No, no. No es necesario que toméis ahora sus libros ni que busquéis por los periódicos atrasados sus artículos. Las flores literarias de César, como las de la verdad, están destinadas a nacer con el alba y a morir con la noche. «¡Tanto sucede en término de un día!». Las frescas rosas de César, que el periódico despertaba al albor de cada mañana, vana lástima fueron a la tarde, y habrán muerto ya, con él, en brazos de la noche fría. No las busquéis, no las toquéis ya más; son ya sólo recuerdo, aroma, fuente cegada, callada música, nada, nada. Nada, menos que nada.
César escribió para hoy, sólo para hoy. ¡Qué estúpidos los que dicen escribir para la posteridad! Y escriben las cosas obvias, las cosas que se repiten eternamente, sólo porque cada año nacen nuevos ignorantes que las desconocen. Lo mejor que se puede hacer por César es escribir para hoy, con una fétida rosa niña en el ojal de la solapa, en un papel que mañana estará marchito, y dejarse el alma en cada artículo. Y mañana, Dios dirá. Se compra uno un alma nueva, o se roba, o se alquila o se inventa, o se la pide uno prestada a un amigo. Y se escribe uno otro artículo, o dos, o tres. Y a firmar y a cobrar.
Yo cobraré éste que aquí termino. Y hasta es posible que aproveche la ocasión para pedirle al director un aumento de la tarifa de mis colaboraciones con el argumento de que, ido César, a mí los muertos se me dan como a nadie. Luego, mientras cuente las monedas, apretaré los dientes para que no se me salgan las lágrimas.
Jaime Campmany
Arriba, 1965
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