La solución propuesta
suscitó otra polémica aún más feroz. Las condiciones parecían conceder a Google
un monopolio sobre las versiones digitales de millones de libros “huérfanos”,
esto es, aquellos cuyos titulares de los derechos de autor eran desconocidos o
ilocalizables. Muchas bibliotecas y centros educativos se temían que, no
teniendo competencia, Google pudiera elevar a su antojo las cuotas de
suscripción a su base de datos. Durante la presentación de una demanda
judicial, la Asociación Americana de Bibliotecas advirtió que la empresa podría
“fijar un precio de suscripción de máxima rentabilidad para ella, pero fuera del
alcance de muchas bibliotecas”. El Departamento de Justicia y la Oficina de
Derechos de Autor estadounidenses criticaron el acuerdo, ya que según ellos
otorgaba a Google demasiado poder en el futuro mercado del libro digital.
Otros críticos tenían
una preocupación relacionada, pero de índole más general: que el control
comercial sobre la distribución de información digital condujera
inevitablemente a restricciones sobre el flujo de conocimientos. Sospechaban de
los motivos de Google, a pesar de su retórica altruista. “Cuando empresas como
Google buscan en las bibliotecas, no se limitan a ver templos del saber en
ellas”, escribió Robert Darnton, quien, además de enseñar en Harvard, supervisa
su sistema bibliotecario. “Ven activos potenciales, o lo que ellos llaman
contenido, listos para su explotación”. A pesar de que Google “persigue un
objetivo loable al fomentar el acceso a la información” entrañaría un riesgo
demasiado grande. “¿Qué pasará si sus actuales propietarios venden la empresa o
se jubilan? –se preguntaba-. ¿Qué pasará si Google prima la rentabilidad sobre
el acceso?”. A finales de 2009, el acuerdo inicial se había abandonado, y tanto
Google como las demás partes intentaban recabar apoyos para una alternativa un
poco menos radical.
¿Qué
está haciendo Internet con nuestras mentes? Superficiales
Nicholas Carr
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