domingo, 4 de marzo de 2012

0 La serpiente de San Miguel, Jorge Edwards (y III)

Pues bien, el maestro de Burdeos dijo en alguna oportunidad que escribía ensayos porque no tenía, después de la muerte de su amigo Etienne de la Boétie, ninguna persona cercana capaz de recibir una correspondencia sostenida suya.
Uno de los mejores trabajos que conozco sobre su obra es del crítico alemán Hugo Friedrich, escrito y publicado a fines de la década de los cuarenta, a la salida en su país y en la mitad de Europa de una etapa de fanatismos feroces, destructivos y autodestructivos. Y el trabajo de Friedrich, difícil de encontrar hoy, estudia de una manera magistral la formación del género. Explica que la raíz de ensayo viene del latín tardío exagium, que significa pesar, peso, medida de peso. En Francia, dice Friedrich, en el siglo XVI, esto es, en el siglo de Michel Eyquem de Montaigne, la voz ensayo tenía las acepciones siguientes: ejercicio, preludio, tentativa, muestra de alimento, y ensayar era tantear, verificar, probar, experimentar, inducir en tentación, emprender, exponerse a un peligro, correr un riesgo, pesar, sopesar, tomar impulso.
Termino de leer esta enumeración y me quedo sentado, mirando las copas de los árboles del cerro Santa Lucía bajo nubarrones otoñales. El ensayo, me digo, es una forma abierta por definición, y no está lejos de las orientaciones de la novela moderna. Es por eso que ensayistas y novelistas, a lo largo de los últimos dos siglos, han provocado la mayor desconfianza de las mentes autoritarias, totalitarias.
Hablé de dos siglos, pero tengo conciencia de que la historia viene de muy atrás, y de que se renueva a cada rato con disfraces diferentes. Un poeta algo mayor que nuestro ensayista, Clément Marot, describió unos recuerdos juveniles suyos como "golpes de ensayo... solo un pequeño jardín, pero donde ustedes no encontrarán ni una sola brizna de preocupación...".
Si volviéramos a las formas originales del ensayo, podríamos ventilar nuestros asuntos con menos intolerancia, con algo menos de aspereza, con gestos menos distorsionados. Porque nos picamos a la primera provocación, nos sulfuramos con gran facilidad, y muchas veces nos olvidamos de pensar antes de hablar. Avanzar sin transar, decía uno, en épocas que todavía recordamos, y el otro contestaba: avanzar sin pensar
Jorge Edwards
El País, 15/06/2010

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