lunes, 3 de diciembre de 2012

0 El sustantivo adjetivado: piedra, papel y tijera (I)


Me dijeron que el curso más difícil de periodismo era COU. Y me hacía gracia. Me lo dijeron periodistas en ejercicio y recién licenciados que, en prácticas, recordaban así la carrera que habían cursado en el búnker de la Complutense. Pese a todo, o por eso mismo, lo comprobé.
Nunca he sido un esforzado, sí un estajanovista. Es decir, que si decido algo, insisto, le doy al clavo, y no desfallezco. Pero solo si lo decido yo, no vale que me lo decidan. Y como desde 7º de EGB quería ser periodista, y para eso bastaba con matricularse en una licenciatura afamada como sencillita, lo preferí a mis otras vocaciones: políticas, derecho y tal. Nada útil, ya se ve…
Recuerdo todo esto porque ahora no consigo fijar bien si fue en las clases de Redacción Periodística I, de Redacción Periodística II o de Redacción Periodística III donde nunca me dijeron que las palabras que escogieras determinaban tu texto. Y a ti mismo con él. Así de precisos en el enseñar eran muchos de los que, cansinamente, hablaban hora y media en las aulas de hormigón de la avenida complutense.
Ya entonces había despachos alojando personajes de nómina asegurada que aseguraban haber sido plumillas décadas atrás. En aquella España, tampoco tan lejana, los periodistas envejecían delante de su Olivetti de la redacción. Los que la dejaban no era para hacerse viejos, sino indolentes, perezosos, contadores de batallitas nunca verificadas.
Así, en las heladas aunque atestadas clases de aquella cárcel de hormigón en Ciudad Universitaria me encontré con profesores cuya única acreditación para poder ser así llamados era el título que decían ostentar. Porque, como a mí en ningún trabajo, a ellos jamás les pedimos que nos demostrasen que tenían un diploma, que no eran unos roldanes de la cátedra. ¿Puedo reprocharles algo, pues?
Llevo unos años en esto, y he publicado a mis 37 no sé si más o menos que ellos a sus 60 y tantos. Solo espero haber desmentido las dudas sobre mi pericia algo más que las que me dejaron varios de los que supuestamente me instruyeron.
¿Te instruyeron? Sí, lo hicieron. En el arte de aparentar.
No pretendo descalificar a todos los que allí se subían a la tarima micrófono en mano. No. Algunos, aparte de hablar, decían. Y una de ellas es hoy mi amiga en la redacción de El Mundo. Curiosamente, la única profesora que me sorprendió con deberes exigentes. Y eso que no era la titular, solo una mera asistente.
Claro. Quizá eso explique su pasión de entonces y de ahora… contra el viento y la marea de los despachos, hoy ocupados por quienes dejaron la redacción para hacerse más ricos que viejos, pero igual de perniciosos para este oficio, igual de vagos.
Estos días, perdón, estos años nuestra profesión sufre una grave agresión. Sabiendo el qué, y tras los antecedentes, pasemos al quién:
Malbaratando a sus artesanos, las empresas no aprecian el producto final que ofrecen al consumidor. Apelan a la economía, a la crisis, y estas en verdad son el mal diagnóstico de otra enfermedad que sirve para enmascarar a quienes, agarrados al tablón, solo se dejan llevar por la corriente porque la deriva de sus años y sus reconocidas firmas los llevará a buen puerto mal que se hunda el barco. Sus corbatas de gañote vergonzante ejercen de antifaz cuando toca, para no ver lo que pasa. Lo que saben que pasa. Lo que no quieren ver.

Alberto D. Prieto
Jot Down Spain

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