Ayer telefoneé a Márquez. Lo hago de vez en cuando, aunque no con demasiada frecuencia. Como él. Son conversaciones breves, casi secas. De pocas palabras y en nuestro viejo tono habitual: cómo estás, capullo, cacho cabrón, etcétera. Te llamo cuando vaya a Madrid, o hazlo tú cuando pases por Valencia. Todo eso. Lo de siempre. A veces nos vemos, comemos juntos -siempre trae en la muñeca el Rolex que le regalé con los derechos de autor de Territorio comanche-. Y tomamos algo entre viejos rituales: más silencios que palabras. A veces gotean nombres de amigos muertos mezclados con nombres de amigos vivos: Julio Fuentes, Miguel Gil, los otros que no llegaron a viejos. Y los que siguen ahí, envejeciendo unos peor que otros, o todos mal. Los que seguimos. Ni Márquez ni yo somos de contarnos batallitas. Hablamos de su crío, al que llamó Arturo. De cómo lo lleva por las mañanas al colegio o pasean juntos frente al mar. De la vida tranquila dedicada a él desde que se jubiló de la tele, de la Betacam, de los hoteles con agujeros, de las carreteras inciertas, de las calles alfombradas con cristales rotos. De quedarse luego una hora en cuclillas en su habitación en Zagreb, Sarajevo, Bagdad, Beirut, la cámara en el suelo, la espalda contra la pared, las botas manchadas de sangre seca, fumando cigarrillos mientras se le borraban despacio de la retina las imágenes grabadas ese día. Cuando me cruzo con alguno de los otros viejos colegas y me pregunta por Márquez, si se resignó a vivir como la gente normal, siempre digo lo mismo: «Se habría pegado un tiro, supongo. ¿Qué otra cosa podía hacer él?... Ese puñetero crío le salvó la vida».
Arturo Pérez-Reverte
XL Semanal
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