No hay nada que le guste más a una generación de post-adolescentes que la adulación pública, esa adulación del emperador sin ropa, la del pelota que te quiere vender algo, en este caso, un coche. Renault lanzó una campaña agresiva a mediados de la década que pretendía corroborar lo que la mayoría de los jóvenes pensábamos sobre nosotros: que éramos la hostia, que nadie nos controlaba, que éramos almas libres, que no teníamos más referentes que nuestra propia inteligencia y que todo eso, al final, se reconocería, caería por su propio peso.
En realidad, lo que Renault quería decir es que, bueno, el coche parecía muy pequeño y probablemente lo fuera, pero tú también pareces muy macarra y en realidad todo el mundo debería contratarte. Nos lo creímos. Pese a las ETT´s y el 25% del paro. Nos lo tragamos como un sable, hasta el esófago. Y no sería la última vez. Mi generación, la de los nacidos en los 70, principios de los 80, hemos tenido una habilidad para dejarnos manipular realmente asombrosa. Echarle la culpa ahora a la publicidad sería muy injusto.
Hermosos pedantes en nuestros Clíos.
Es fácil decir que te prometieron algo que nadie te dio, pero es más duro reconocer que igual la idea que tenías de ti mismo tampoco era la adecuada. En la primera campaña, un chico corregía a su jefazo, que cometía el pecado de confundir a Kant con Séneca. En la segunda, Iván de la Peña le cantaba las 40 a Cruyff. ¡A Johan Cruyff! Por supuesto, Cruyff no salía. Cruyff estaba encerrado ya en su mundo, en pelea constante, preparando su próxima mañana de golf.
Guillermo Ortiz/Jot Down
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