Cuando viajé a Buenos Aires por primera vez, me sorprendió cuánto hablaba la gente de economía, y la jerga técnica que manejaba. Hasta los taxistas se daban un aire a Krugman, incluso en el horror de sus profecías. Las conversaciones españolas eran más ideológicas, como si la falsa prosperidad nos hubiera ubicado en un escalón más desahogado de la pirámide de Maslow, en el que no abrumaban las necesidades primarias. Qué tiempos. Aún creíamos que, para auxiliar pobres, había que vestirse primero en Coronel Tapioca, cuando ahora una expedición puede apañarse con el metro.
Ya es imposible entrar en un bar de Madrid sin escuchar hablar de economía con un lenguaje que hace apenas un lustro nos resultaba tan indescifrable como el arameo. Los pichis del barrio de repente se pusieron a discutir de subprimes, defaults, primas de riesgo, apalancamientos y quitas. Yo creí que estaban poseídos, que lo siguiente sería blasfemar en latín. Pero no, ahí siguen, proselitistas de taburete que, con el mismo tono con que se cagan en un árbitro, afean a Draghi que no estimule la fluidez del crédito, o a Merkel que sofoque el crecimiento, como si ella tuviera la culpa de que el niño se esté quedando bajito.
Los periodistas de mi generación, los envenenados de mitomanías literarias, tenemos razones para sentirnos estafados. Estos años contienen lo más importante que sucederá durante nuestro tiempo en activo, y no sabemos cómo contarlo. El relato nos excluye, pertenece a los economistas. La escritura periodística es una coincidencia de capacidad y oportunidad. Para lo segundo, dependemos de los acontecimientos que nos toque vivir, del territorio argumental al que nos arrojemos. Ni siquiera pedíamos un desembarco de Normandía, unos caballos congelados como los de Curzio Malaparte, un asesinato de Kennedy, una caída del Muro o un combate de Alí. Nos habría bastado, modestamente, una Transición, o una entrada de Tejero en el Parlamento. En la mejor edad, nos encontramos con que el material en bruto que nos corresponde moldear es una entelequia económica, bursátil, bancaria, una emoción contable. Esto ha permitido que del escenario narrativo se apoderen los que siempre fueron los más aburridos de cualquier fiesta, los técnicos en economía, cuya rapsodia incluye personajes como un tal Ibex. Siempre supe que lamentaría haberme perdido los sesenta. Y los cuarenta. Y los veinte en París.
David Gistau/ El Mundo, 12/06/2012
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