viernes, 28 de octubre de 2011

0 Hasta las puertas de la muerte (y II)


Frazier destrozó a Jimmy Ellis cuando Ali tenía prohibido combatir. El gran fanfarrón dijo que el título no sería legítimo mientras no se lo arrancaran a él, y Frazier lo admitió con galanura. Ya estaba creada la atmósfera que, resuelto el bloqueo legal de Ali, debía desembocar en un combate que todavía presume de ser el mejor de la historia del boxeo: The Fight. El 8 de marzo de 1971, en el Madison Square Garden, y antes por tanto de que el boxeo se mudara a Las Vegas. Tanta expectación, que Frank Sinatra hubo de pactar una colaboración como fotógrafo con Life para conseguir una silla de ring, que Frank Costello, jefe mafioso de la familia Luciano, hubo de resignarse a dejar fuera a parte de su cortejo, que Dustin Hoffman fue sorprendido intentando colarse y expulsado del recinto.
La pelea la ganó Frazier, aclarémoslo ya para quienes no lo sepan. Achicó espacios al vuelo de mariposa de Ali, a la coreografía elástica de las esquivas y los aguijonazos. Le castigó abajo para sacarle el aire y fijarlo. Y de pronto, como si el viento le hubiera traído el olor de una debilidad, se sintió capaz de alcanzarle la cabeza. Frazier tiró a Ali en el último asalto y ganó a los puntos un combate memorable que acompañaría siempre a ambos. A la mañana siguiente, cuando esperaba el desayuno en su hotel con un pómulo hinchado, a Ali un camarero le saludó honrándole con la palabra rutinaria: «Champ». Campeón. «Eso llámaselo a Frazier, no a mí», concedió contra todas las querencias de su orgullo.
La revancha (1974) la ganó Ali. Pero ese combate casi pasa desapercibido en el recuerdo, atrapado entre otros dos terribles y memorables. Ambos venían de perder mucho, se había aligerado el peso de sus nombres en los carteles, y además ofrecieron el penoso espectáculo de llegar a los puños en la presentación. El odio ya estaba cuajado. Y el prestigio de ambos repuntaría gracias al último de sus tres combates: 1975, el Thrilla-In-Manila, el choque de testuces de Filipinas, la velada en la que dos púgiles que se sentían morir de pie, cegado uno, aterrorizado el otro, siguieron peleando casi por automatismo para no ingresar en la posteridad como el que perdió.
Catorce asaltos de los que una persona normal habría salido con los pies por delante. Catorce asaltos que fueron enmudeciendo al público, congelado por la tragedia en que había cristalizado una rivalidad feroz de la que aún queda estela. Catorce asaltos homéricos ante los muros de Troya. Se dice que, antes del último, Frazier llegó a su esquina en un estado que lindaba con la agonía, pero que quería seguir. Uno de sus preparadores, Eddie Futch, le pidió que abandonara, y agregó: «Nadie olvidará jamás lo que has hecho hoy aquí».
Voló la toalla. Ganó Ali. Si será antojadizo el destino, que precisamente en ese instante Tommy, uno de los hermanos de Frazier, gritó -sin que le oyeran- que aguantaran un poco más porque, en su propia esquina, Ali acababa de pedir que le cortaran los guantes. Se iba a rendir.
Ahora, uno vive en el cuartucho de un gimnasio de Filadelfia. Y al otro se le ha puesto cara de sello y enciende pebeteros olímpicos mientras sólo la enfermedad le recuerda que es mortal.
David Gistau/El Mundo

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