A fin de cuentas, si la progresía con mando en plaza ya dictaminó que podía representarnos un payaso, ¿por qué extrañarse ahora de que irrumpan otros en escena al espontáneo modo? "Hombre, sólo se trata de una anécdota", me dirán. Y sí, lo es. Pero igual constituye un indicio, otro más, de la definitiva ausencia del sentido de la dignidad que retrata a la sociedad española contemporánea; el enésimo síntoma de ese no tomarse nada en serio que, aquí, hemos confundido con la más rutilante de las modernidades. Aquí y sólo aquí, por cierto. De ahí que, tan antiguos como vulgares, los alemanes acaben de despedirse de su presidente apenas por un comentario improcedente sobre política internacional. Asunto, ése, que no sólo ha servido para que descubriéramos que en Alemania tenían un presidente.
Pues igual nos ha revelado el insólito, inaudito, extravagante valor de la palabra entre esas tribus bárbaras del Norte. ¿O acaso alguien imagina, entre nosotros, a un concejal de capital de comarca dimitiendo por algún exceso verbal? ¿Y a una ministra de Economía después de falsear la letra y la música del BOE a la vista de la nación toda? ¿Y a un jefe del Gobierno tras embaucar a lo largo de veinticuatro meses a su electorado –y al del prójimo– sin tregua ni pausa? "Mentir, trapacear, burlarse de la gente con demagogia de frasco, da igual; lo único importante es ganar; como sea, pero ganar", proclaman los unos y los otros, todos, con vomitiva naturalidad. Porque ese Jimmy Jump no resulta ser el único paciente crónico de este sanatorio. Ni el más grave, que es lo peor.
José García Domínguez
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