miércoles, 27 de junio de 2012

0 Los cubiertos y el honor


Recuerdo aún la máxima oída cuando niño. «Si eres invitado en un restaurante, jamás se pide algo que no pedirías pagando. O que sabes no te pagarían tus padres». Era esa tan sólo una de las reglas de todo un código —que aumentaba en densidad con la edad— cuyo objetivo no era otro que el de educar a los niños con un cierto tipo, no de sentimiento, de sentido del pudor. Como otro consejo tantas veces oído cuando aprendíamos juegos de mesa. «Aléjate siempre de quien hace trampas, pero también del que bromea con ellas. Tan tramposo es uno como el otro». Se podrían tomar por meras reglas de urbanidad y educación. Como las más elementales que te inculcan muy pronto a no saltarte la cola, a levantarte cuando llega una mujer o una persona mayor y, fíjense que antigualla, a dar siempre preferencia en el paso a las mujeres. Muchas de esas reglas están hoy en desuso y otras son ya desconocidas. Cualquiera explica hoy por ahí que los huevos fritos no se cortan con el cuchillo, que el cuchillo no se chupa o que no se deja la cuchara dentro de la taza del café. Pequeñas reglas de un código de conducta. En cuyo cumplimiento era factor esencial ese sentido del pudor. Hay cosas que se hacen así. Porque no hacerlas así conlleva un reproche. Que no tiene por qué venir de otros. Sino de uno mismo. Hay cosas que están bien y cosas que están mal. No da lo mismo. Nunca será un pecado, ni una maldad dejar la cuchara en la taza del café. Pero es una infracción estética. Como lo es gastar más porque paga otro. O enriquecerse del sufrimiento ajeno. Ahí está el germen de la vergüenza. En las cosas más nimias. Y en las más profundas. La vergüenza que se siente por no haber ayudado a un débil en apuros frente a matones en el recreo. O la que impide unirse a matones triunfantes. La de permitir que otro sea castigado por una culpa propia. La que se debe sentirse al abusar de una posición de fuerza o superioridad. Al hacer algo que sabes no es digno. ¿Digno de qué? Digno de uno mismo. Y ahí entra el juego este otro concepto —tan devaluado él—, el honor. El pudor funciona como un manto protector del honor. Y evita situaciones en las que éste pueda ser cuestionado. Por otros o uno mismo.
Ayer se abrió el gran gasoducto entre Rusia y Alemania por el Báltico. Fue fruto de un acuerdo sorpresa que gestionó el canciller Schröder al final de su mandato. Nada más perder las elecciones, Schröder obtuvo un puestazo en Gasprom de Rusia, preside la compañía del gasoducto y es hoy multimillonario. Gracias a Vladimir Putin, un matón y rufián poderoso. Tony Blair ha firmado un contrato de asesoría con Kasajstan. Ganará ocho millones de libras al año. El régimen despótico de Nazarbayev viola todos los derechos humanos, uno tras otro, de todos sus ciudadanos. El déspota también tiene a sueldo a Romano Prodi. Ni a Blair ni a Prodi avergüenzan los torturados, ni a Schröder las infamias de Putin. No les importa. Legal sí es. Sin pudor y sin honor. Sin pretextos de intereses nacionales. Los únicos en liza son los personales. Estos casos son los más extremos en este ocaso del pudor de unos gobernantes que parecen pensar que «la vergüenza se pasa y el dinero dura». Pero aquí los tienen a cientos. Miren la prensa. ¿Pudor y honor? ¡Quiá! Lo que hace no usar bien de niño los cubiertos.
Hermann Terstch, ABC 08/11/2011

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