Tales son las figuras: entre
ellas las hay inolvidables, soberbiamente acuñadas. Aquel don Juan Manuel tío
de Bradomín y señor del Pazo de Lantañón, es un último señor feudal que se
queda prendido por siempre en la memoria del lector.
No hay ningún ser vulgar en estas
novelas y en estos cuentos; todos son atroces: o atrozmente sencillos o
atrozmente voluntarios. Ese hombre-medio de la literatura naturalista y
democrática no podía encajar con sus pequeños deseos y su parda vida entre
vistosos y pintorescos caracteres.
Lo pintoresco: he ahí la fuerza
principal de las páginas que glosamos. Valle-Inclán corre desalado a la caza de
lo pintoresco en sus composiciones. Es el eje de su producción: me dicen que
también lo es de su vida, y yo lo creo.
Para poder atrapar esa postura
graciosa y amena de las cosas y de las personas hace falta haber vivido
bastante, haber huroneado en muchos rincones y -¿quién sabe?- tal vez haber
tenido poco amor al hogar y haber dado muchos bandazos por esos curiosísimos
mundos. Yo pienso en ocasiones por qué causa lo pintoresco estará desterrado de
la literatura diplomática. Pienso esto cuando leo los libros fríos y correctos
de algunos escritores nuevos del Ministerio de Estado que alienta y ampara el
alma de don Juan Valera, ese Dios-Pan sonriente y ciego que perdura en el yermo
jardín de nuestras bellas letras como la estatua blanca y rota de una deidad
gentílica.
Para lograr eso, que es como un
anecdotismo de rasgos más que de frases, hace falta haber vivido, como para
ungir de emoción a las palabras hace falta haber sufrido. Sé de un amigo mío
que era mozo, feliz y literato, y pensaba esto que yo ahora pienso: sabía que
cultivar su espíritu para el arte no era sólo leer y anotar; que era preciso el
Dolor que nos hace tan humanos. Y yo veía a aquel ingenuo muchacho correr tras
el Dolor de un modo insensato, y el Dolor esquivarle de un modo desesperante.
¿No es curiosa esta nueva manera de Don Quijote?
Perdónese la escapada a recuerdos
personales. He asociado la memoria de un amigo mío que quería, como Dickens,
emocionar, con Don Ramón del Valle-Inclán, que no emociona ni quiere. Sólo en
Malpocado, unas cuantas líneas definitivas conmueven al lector. El resto de la
obra es inhumanamente seco de lágrimas. Compone de suerte que no hay en ella
nada de fresco sentimentalismo, ninguna página libre a una inspiración de última
hora. El artista oculta celosamente las amarguras y las desgracias del hombre:
hay un exceso de arte en ese escritor. Llega a desagradar como un señor que no
se descuida nunca en el abandono de la pasión, del cansancio o del hastío.
José Ortega y Gasset
La
lectura, febrero de 1904
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