domingo, 5 de agosto de 2012

0 Cuando el rayo encontró al relámpago (III)


El combate parece visto para sentencia para todos. Menos para ‘Búfalo’, que ofrece la banqueta a un exhausto y desmoralizado Julio, que necesita que le restañen las heridas. Los micrófonos de la televisión captan la voz rota de ‘Búfalo’, que enciende a su boxeador antes del último asalto. ‘¡¡Por su familia, por sus hijos Julio!! Tu eres más macho que él, Julio…¿Quieres que tu madre vuelva a fregar escaleras? ¿Quieres eso? Julio, usted es más macho que él, todavía le puede noquear, usted es más’. Julio se incorpora y espera a que la campana sonase. No se abalanza sobre él en un ataque a la desesperada, sino que busca el momento preciso para dañar al norteamericano. Una combinación de Chávez hace temblar Las Vegas, pero Taylor resiste. Julio, que no está dispuesto a que su madre vuelva a fregar escaleras, encierra a su rival y busca un resquicio entre la fatigada guardia de Taylor, que se ceba intentando devolver cada mano del mexicano. Queda treinta segundos para el final. El norteamericano descubre su mentón una décima de segundo y Chávez, en modo huracanado, conecta un puñetazo seco al mentón de su rival. Las piernas de Taylor parecen doblarse. ‘El León de Culiacán’, inasequible al desaliento, lanza una combinación de izquierda-derecha. Una vez, otra vez y otra vez. Su último ataque, todo raza, encuentra premio. Taylor cae, a plomo, cuando restan dieciséis segundos para el final del combate. El árbitro comienza la cuenta de protección. Uno, dos, tres, cuatro, cinco… La campana podría salvar a Taylor, pero éste se incorpora… El árbitro le pregunta y el americano no responde. Está fuera de combate. Richard Steele mueve sus brazos e indica que no puede continuar. En el reloj quedan… dos segundos. Un suspiro. Una vida. Y un campeón, Chávez.
Tras su dramática pelea ante Meldrick Taylor, considerada como una de las cinco mejores de toda la historia del boxeo, Julio César Chávez amasó una fortuna valorada en más de cien millones de dólares, se codeó con el presidente de México, abrió varias franquicias a su nombre, fue la mina de oro de Don King y se convirtió en uno de los campeones más respetados de la historia. Campeón del peso superpluma, del ligero y del superligero, forjó una leyenda inigualable: antes de Taylor derrotó al ‘Chapo’ Rosario, luego otra vez a Taylor –que jamás volvió a ser el mismo–, y envió al infierno a campeones de la talla de Mayweather, Lokdricge, Giovanni Parisiy Greg Haugen. Heredero del cetro de Mike Tyson como referencia número uno del boxeo, fue considerado el mejor del mundo libra por libra, comparado con Roberto Durán y además, coronado como mejor noqueador de todos los tiempos por la revista The ring.
Durante tres-cuatro años, Chávez tuvo ‘fama, dinero, mujeres, todo lo que un hombre puede desear tener’. Así fue hasta que la vida le agarró en un mal paso. Fue después de vapulear al lenguaraz y huidizo Héctor ‘El Macho’Camacho. Había noqueado a todos los rivales posibles y entonces, de manera progresiva, fue bajando la guardia. Comenzó a consumir cocaína, dejó de lado el gimnasio, frecuentó malas compañías y dejó de escuchar los consejos de su familia. ‘Le perdí el respeto al boxeo’. Con el guerrero mexicano abonado al club del tabique blanco, el drama sobrevoló la hacienda de los Chávez. Julio César solía organizar fastuosas fiestas después de cada una de sus victorias, pero la droga invirtió ese proceso. El orden de los factores alteró el producto. Con la coca como fiel compañera, Chávez se daba grandes fiestas antes de los combates y cuando subía al ring, ya no era ese fajador fiero, potente, capaz de derribar a cualquier bicho viviente sobre el ring. ‘Ya no me preparaba igual, peleaba por inercia, por dinero, lo había ganado todo. Me pasé muchos años consumiendo cocaína, entre pelea y pelea a veces’. Ante Frankie Randall, un boxeador excelente pero que en otro tiempo habría sido víctima de los puños de Chávez, el mexicano experimentó la primera caída de su carrera profesional. Algo se había roto. El entorno de Julio lo sabía.

Rubén Uría / Jot Down

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