jueves, 30 de diciembre de 2010

0 La trituradora

Por una de esas inquietantes paradojas de la libertad, cuya propia esencia tiende a propiciar su abuso irresponsable, la época de mayor pluralidad nominal ha convertido a la televisión en una máquina de devastación autoritaria. La fragmentación de las audiencias ha desembocado en una enloquecida carrera de envilecimiento, un frenesí de amarillismo y crispación que atropella cualquier indicio de racionalidad, un alboroto sectario y cotilla que condena a la marginalidad todo intento de madurez o de equilibrio. La moderación, la brillantez intelectual o el simple buen gusto están siendo arrasados por un tornado de fanatismo, banalidad y grosería, cuyo mayor peligro no es tanto la extensión de un clima viciado de frívolo chismorreo y zafia superficialidad sino la imposición de una voluntad de liquidación de la disidencia. Todo el inmenso poder prescriptivo del medio audiovisual ha devenido en una atmósfera intimidatoria en la que la independencia crítica sufre una ofensiva de avasallamiento. Con la excusa del entretenimiento el prime timese ha transformado en una trituradora de reputaciones que aniquila la autonomía de pensamiento bajo la amenaza de quebranto de la fama.
Se trata de una nueva modalidad de autoritarismo. El disidente que cuestione la sagrada ley de la histrionada, el morbo y la trivialidad corre el riesgo de acabar en la picota del cotilleo o de resultar ejecutado sin contemplaciones en un expeditivo juicio de maniqueísmo ideológico. Los jueces de esa inquisición sumarísima pueden ser delincuentes convictos, mercenarias pelanduscas de suburbio o delirantes extremistas de cualquier signo político con tal de que se expresen con la excitación vocinglera suficiente para atrapar la volátil atención de las masas de espectadores. En ese agresivo tumulto de radicales exaltados y profesionales de la agitación puede sucumbir cualquier mentalidad honorable. El sabio más ponderado, el espíritu de mayor temple moral, se lo pensará dos veces antes de emitir un reproche que le puede acarrear un fusilamiento sin réplica de su honorabilidad en forma de descalificación ideológica o de explícita acusación sexual. El debate que centra el interés nacional consiste en escrutar con muchos pormenores el adulterio de algún torero en horas bajas o discutir, con la colaboración del interesado, sobre el tamaño de la picha de un prófugo de la justicia. Lo más grave es que este proceso de degradación está siendo legitimado por políticos en apuros que comprometen su respetabilidad al acudir al mercado de la quincalla en busca de una notoriedad sin escrúpulos, y financiado indirectamente por la renuncia del Estado a los ingresos de la televisión pública. Ante una clase dirigente amedrentada por el síndrome del estercolero, la única posibilidad de resistencia consiste en un criterio independiente que al menos conserve como principio una vaga referencia de lucidez deontológica.
Ignacio Camacho

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