No sé si se habrán fijado, aunque supongo que sí. Que se fijan. Cada vez resulta más inusual que alguien, al interpelar a otro en busca de un servicio o una información, recurra a la correctísima y tradicional fórmula «por favor», y mucho menos que anteponga un cortés «buenos días». Por lo común, la peña suele abordarse sin prolegómenos, a bocajarro, en plan compadres que frecuenten el mismo puticlub, sustituyendo el saludo de toda la vida por una frase absurda que en los últimos tiempos ha hecho fortuna en España, y que permite identificar de lejos a un compatriota, o lo que seamos ahora, en cualquier latitud y longitud: ese bajuno «oye, perdona», acentuado por el infame tuteo con que resolvemos, tanto con abuelos como con niños, nuestra vida social. No hace mucho, en un local muy correcto de París, tras escuchar en una mesa vecina un sonoro «oye, perdona», vi a un estirado camarero gabacho hacerse el sueco ante dos turistas españoles ya maduritos. Con mi silencioso, íntimo y -no me avergüenza confesarlo- perverso regodeo.
Arturo Pérez-Reverte
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