Estallaron las risas aduladoras, que lo mismo habrían reído si fuera un venablo de los que el enemigo de Quevedo lanzaba contra este. Lo cierto es que, aunque don Francisco se guardaba de reconocerlo en publico, aquello era, en efecto, tan suyo como otros muchos versos anónimos que oíamos correr cual lebreles por el mentidero; aunque a veces se le atribuyeran también los ajenos, a poco ingenio que estos mostraran. En cuanto a Góngora, a tales alturas lo del epitafio no era en vano. Comprada por Quevedo su casa de la calle del Nino, arruinado por el vicio del juego y el ansia de figurar, tan ayuno de dineros que apenas podía pagarse un coche miserable y unas criadas, el jefe de las filas culteranas había renunciado al fin, retirándose a su Córdoba natal en donde iba a morir, enfermo y amargado, al ano siguiente, cuando la dolencia que sufría -apoplejía, dijeron-se le atrevió a la cabeza. Arrogante y de talante aristocrático por la certeza de su genio, el racionero cordobés nunca tuvo buen ojo ni para el naipe ni para elegir amigos ni enemigos: enfrentado a Lope de Vega y a Quevedo, erró en la apuesta de sus afectos tanto como en los garitos, vinculándose al caído duque de Lerma, al ejecutado don Rodrigo Calderón y al asesinado conde de Villamediana, hasta que sus esperanzas por lograr mercedes de
Arturo Pérez-Reverte
El caballero del jubón amarillo
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