domingo, 27 de marzo de 2011

0 Del culteranismo y el conceptismo

Estallaron las risas aduladoras, que lo mismo habrían reído si fuera un venablo de los que el enemigo de Quevedo lanzaba contra este. Lo cierto es que, aunque don Francisco se guardaba de reconocerlo en publico, aquello era, en efecto, tan suyo como otros muchos versos anónimos que oíamos correr cual lebreles por el mentidero; aunque a veces se le atribuyeran también los ajenos, a poco ingenio que estos mostraran. En cuanto a Góngora, a tales alturas lo del epitafio no era en vano. Comprada por Quevedo su casa de la calle del Nino, arruinado por el vicio del juego y el ansia de figurar, tan ayuno de dineros que apenas podía pagarse un coche miserable y unas criadas, el jefe de las filas culteranas había renunciado al fin, retirándose a su Córdoba natal en donde iba a morir, enfermo y amargado, al ano siguiente, cuando la dolencia que sufría -apoplejía, dijeron-se le atrevió a la cabeza. Arrogante y de talante aristocrático por la certeza de su genio, el racionero cordobés nunca tuvo buen ojo ni para el naipe ni para elegir amigos ni enemigos: enfrentado a Lope de Vega y a Quevedo, erró en la apuesta de sus afectos tanto como en los garitos, vinculándose al caído duque de Lerma, al ejecutado don Rodrigo Calderón y al asesinado conde de Villamediana, hasta que sus esperanzas por lograr mercedes de la Corte y favor del conde-duque, a quien solicito en diversas ocasiones dignidades para sus sobrinos y familia, murieron con aquella famosa frase de Olivares: «El diablo harte de hábitos a estos de Córdoba». Ni siquiera tuvo suerte con sus obras impresas. Siempre se negó a publicar, por orgullo, contentándose con darlas a leer y pregonar a sus amigos; pero cuando la necesidad lo empujo a ello, murió antes de verlas salir de la prensa, e incluso entonces la Inquisición mando recogerlas por sospechosas e inmorales. Y sin embargo, aunque nunca me fue simpático ni guste de sus jerigongoricos triclinios y espeluncas, reconozco ante vuestras mercedes que don Luis de Góngora fue un extraordinario poeta que, paradójicamente junto a su mortal enemigo Quevedo, enriqueció nuestra hermosa parla. Entre ambos, cultos, briosos, cada uno en diferentes registros pero con inmenso talento, renovaron el castellano dotándolo de riqueza culterana y gallardía conceptista; de manera que puede afirmarse que tras aquella batalla fértil y despiadada entre dos gigantes, la lengua española fue, para siempre, otra.


Arturo Pérez-Reverte


El caballero del jubón amarillo

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