Ha nacido un nuevo derecho. El
derecho a las redes sociales. El derecho de poder tener una cuenta, de poder
publicar, de leer y de comentar. En países como China, Cuba, Corea del Norte e
Irán, el acceso a las redes sociales está restringido o es incluso negado. A
menudo puede tener lugar solo de forma clandestina. Los regímenes represores de
las primaveras árabes prohibían las redes
sociales, las cuales se convirtieron en vectores de las informaciones que
sustentaban las protestas y en símbolos de un renacer democrático.
Pero todo derecho tiene sus
reglas. Y nadie debiera sentirse fuera de lugar al ejercerlo, nadie debiera verse
obligado a hacer un slalom entre insultos y difamaciones. Y, sin embargo, eso
es lo que sucede cada vez con mayor frecuencia. El periodista y presentador
italiano Enrico Mentana anuncia que se quiere ir de Twitter por los muchos
insultos recibidos. Utiliza la metáfora del bar. Si el bar que sueles
frecuentar empieza a ser un lugar de encuentro de personas que no te gustan
¿qué haces, te quedas o cambias de bar? Davide Valentini, un joven
documentalista, hace una reflexión interesante. En su opinión, Twitter provoca
el efecto Gialappa’s Band(trío de
comentaristas radiofónicos italianos). Muchos comentarios pretenden llamar la
atención de sus propios seguidores sobre lo que se considera estúpido más que
interesante, lo cual se hace con palabras cargadas de sarcasmo. El efecto
deseado, y obtenido, es el de hacer que esos seguidores se sientan inteligentes
mientras disfrutan de un contenido considerado de bajo nivel. ¿Cuántos hay que
no han visto nunca Gran Hermano pero que adoraban Nunca
digas ‘Gran Hermano’,el programa en el que Gialappa’s
Band lo satirizaba?
En Twitter hay un esfuerzo por
dar con la ocurrencia brillante, que a menudo es feroz. O el tuit es cínico o
se da por descartado. Lo que no es cruel, desencantado, se convierte en blanco
del desprecio colectivo. Lo políticamente incorrecto dicta su ley, la
aberración se considera de culto, cada provocación es cool porque rompe los esquemas. Una lógica
neocínica parece llevar las de ganar.
Pero se
trata de una degeneración del medio, ya que Twitter nace para comunicar: es una
plataforma que pone en conexión a cualquiera con cualquiera. Todo está abierto.
Puedes seguir a quien quieras, puedes leer lo que escribe Obama, Lady Gaga o tu
colega, el de la mesa de al lado en la oficina. Es la capacidad de poder
asistir en tiempo real a lo que sucede diariamente y de comprender los puntos
de vista de los otros, de compartir sus conocimientos. Retuiteas si encuentras
interesante una noticia y crees que vale la pena proporcionársela a tu
comunidad. Creas tus topics, y puedes hacerlo quienquiera que seas.
Luego puede pasarte que te retuitee alguien que tiene centenares de miles de
seguidores y tu pensamiento comienza a viajar.
Pero también puede suceder que en
una plaza atestada, si estás falto de contenidos o se carece de capacidad de
síntesis, se grite para hacerse oír. Cuando el pensamiento se simplifica, a
veces solo hay lugar para la expresión radical o la ocurrencia extrema. La
seriedad es banal, razonar está descartado. Por tanto, a insultar. El que te
insulta en Facebook no es capaz de hacer lo mismo, sin embargo, cuando te tiene
delante en persona, porque no tiene el valor de ponerle cara a un desahogo
personal que se alimenta de lugares comunes y de leyendas urbanas. He leído que
si un post presenta
cierto número de comentarios negativos, el que lo lea se verá influenciado por
esos comentarios. Las críticas son siempre bienvenidas, los insultos no.
Depende de nosotros darles o no
derecho de ciudadanía. Facebook y Twitter permiten poder eliminar el insulto baneándolo, es decir, dejándolo fuera. Ello forma
parte de las reglas del juego. No creo que sea correcto excluir al que hace un
razonamiento diverso del propuesto; el que critica con lenguaje respetuoso
siempre supone un recurso. Pero es justo banear a quien utiliza sus comentarios para
hacer propaganda, a quien repite siempre el mismo concepto hasta el punto del
acoso, a quien —por ejemplo— dice guardar una botella de champán que abrirá el
día de mi muerte, a quien dice haberme visto a bordo de un Twingo rojo o de un
Panda verde en Caivano o en Maddaloni, sobreentendiendo con ello que no vivo
bajo protección. A los extremistas de la red que objetan —“pero eso es
censura”—, respondo que quien quiera puede abrirse una página en la que
insultarme. Y es que en realidad el insultador quiere vivir de la luz reflejada
por el insultado. Sin embargo, es sencillo comprender cómo no hay nada más
dañino que el insulto: nada garantiza más seguridad al poder si todo el
lenguaje de la crítica se reduce al habla soez, a la tempestad de mierda de los
mensajes sin contenido relevante.
Roberto Saviano / El País
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