Al llegar con retraso a un asunto político, uno se encuentra como el detective que llega tarde a la escena del crimen. Ya se han recogido todas las pruebas, se han seguido todas las pistas, se han formulado todas las hipótesis y lo que tiene ante sí es un barrizal pisoteado. Al Holmes de turno sólo le queda regresar a Baker Street, arrancarle unas notas melancólicas al violín y esperar con impaciencia el caso siguiente. Pero, ¡ay!, se han dicho sobre lo de Aznar cosas tan peregrinas que no hay manera de resistirse.
Por ejemplo, que el suyo fue un ejercicio crítico normal. Que esto de que el expresidente de un partido le enmiende la plana al presidente del Gobierno de su partido es de lo más común y corriente. ¿Dónde? Ni Chirac, que aborrecía a Sarkozy, lo hizo. Al final se permitió una broma envenenada, pero cuando los días de Sarko estaban contados. El propio Aznar quiso revestir de normalidad su salida y dijo que hablaba como militante. Como cualquiera. La cuestión es que no lo es. Por ser quien es, que es por ser quien ha sido, lo de Aznar no fue crítica sino desautorización. Y como dejó en el aire lo que podía ser, o sea su regreso, fue una desautorización con visos de pasar a mayores.
La excepcionalidad del gesto de Aznar viene motivada, desde su punto de vista, por una situación excepcional de España. Pero al respecto no ofreció, dígase lo que se diga, un programa político digno de tal nombre. Lo que ofreció fue liderazgo, fue autoridad. Que fue lo que reclamó. En política, los vacíos siempre se llenan y el Gobierno de Rajoy ha dejado libre ese hueco que trata de colmar algo tan indeterminado –y tan reconocible– como es el discurso político. El Gobierno de Rajoy es un Gobierno de gestores, lo que no sería nada desdeñable en otras circunstancias, pero resulta insuficiente en éstas. No insuficiente para la gestión más o menos acertada de los graves problemas económicos, pero sí para la opinión pública y, por recurrir a la jerga del Darth Vader de Aznar, para la publicada.
Ese es el talón de Aquiles al que apuntó Aznar, a sabiendas, supongo, de que el mal tiene poco remedio y de que introducía el gusanillo de un recambio, por la vía excepcional, en la presidencia de su partido y del Gobierno. Una bomba de relojería. Una que el centroderecha español utilizó ya en ocasión notable. Me refiero a la destrucción de Suárez. El estallido de UCD, provocado desde el interior, dejó al centroderecha fuera de juego durante larguísimos años. Fue Aznar quien recompuso aquel destrozo, por lo que debe de saber lo que cuesta. Los partidos son jaulas en las que conviven leones, lobos, ovejas, perros, gatos, gallinas y zorros bajo el látigo del domador. A veces, deciden comérselo. Pero es mucho mejor que se lo coman los votantes.
Cristina Losada / Libertad Digital
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